Ya han pasado dos años desde aquella fatídica noche del 23 al 24 de febrero en la que un Putin distinto anunció una "operación militar especial" que lo ha cambiado todo. Digo distinto, porque recuerdo exactamente aquel Putin mal sentado y con una expresión facial muy evidente, que rezumaba irritación y enfado; todo lo contrario de sus habituales puestas en escena meticulosas, espectaculares y facialmente inexpresivas. Una invasión que en pocas semanas hizo saltar por los aires el marco de seguridad europeo, y en parte global, construido desde la caída del Muro de Berlín tres décadas atrás.

Tras el susto de los primeros días y a medida que se consolidaba una capacidad de resistencia inesperada del ejército y el pueblo ucranianos, se desencadenaron un conjunto de hechos que habrían sido imposibles solo unas semanas antes: Finlandia y Suecia abandonaban su tradicional (en el caso sueco, secular) política de neutralidad y solicitaban el ingreso en la OTAN. Europa reaccionaba en una oleada de solidaridad —poco habitual— hacia los centenares de miles de refugiados ucranianos que abandonaron precipitadamente su país. Los países occidentales aprobaron varias oleadas de sanciones de una contundencia sin muchos precedentes —y que el tiempo ha demostrado no ser especialmente eficientes— y se desencadenaba un raudal de ayuda militar y económica hacia el país invadido.

Y en medio, el mundo descubría a un nuevo líder, Volodímir Zelenski, el antiguo actor cómico que, de la noche a la mañana, rechazaba los aviones que le ofrecían las potencias occidentales para huir de Kyiv y se convertía, con sus claroscuros, en una especie de nuevo Churchill haciendo frente a su "hora más oscura".

Dos años después han pasado muchas cosas. Las decenas de miles de muertos y de heridos, las terribles imágenes de la masacre del ejército ruso en Bucha, el bombardeo del teatro de Mariúpol, las ofensivas ucranianas o la voladura de la presa de Kajovka. Y también la inflación, la crisis alimentaria resultante y las elecciones del otoño pasado en Estados Unidos, en las que la Cámara de Representantes quedó en manos del partido Republicano. Porque, guste o no guste, el futuro de Ucrania pasa en gran parte por quien gobierne en Washington y quien lo haga también en Europa, tanto en las instituciones de la UE como en las principales capitales del Viejo Continente.

Así pues, las próximas elecciones presidenciales norteamericanas, del segundo martes de noviembre, y las europeas de unos meses antes serán clave para determinar el futuro de Ucrania, pero también de Europa; porque, a día de hoy, el futuro europeo está ligado al ucraniano, y ambos, al norteamericano.

Guste o no guste, el futuro de Ucrania pasa en gran parte por quien gobierne en Washington

Y en este contexto, las expectativas son, cuando menos, preocupantes. Preocupantes ante un eventual retorno de Trump a la Casa Blanca, "amigo" declarado de Putin y que ya ha anunciado que cambiará radicalmente la política de su país respecto de Ucrania (y sobre tantos otros aspectos). Pero preocupantes también por el crecimiento sustancial que se espera del voto a la extrema derecha en las europeas, incrementando aún más las dudas sobre el futuro del proyecto europeo, en un momento en el que se encuentra bajo un ataque sin precedentes proveniente del Este.

Es más, la posible victoria de Trump en noviembre hace tiempo que ha despertado todo tipo de pesadillas en Bruselas. Y es que la notoria tendencia aislacionista del personaje, secundada de manera creciente por un partido Republicano cada vez más radicalizado, puede poner en una situación muy delicada el tablero europeo, en especial en lo referente a lo que se conoce como el "paraguas nuclear" que hasta ahora ha brindado Estados Unidos a Europa. Una protección que Trump podría reconsiderar y que sería difícil —por mucho que algunos ahora lo afirmen— que se pudiera reconstruir a partir de la exigua Force de frappe, es decir, la fuerza de disuasión nuclear francesa, incluso si se pudiera acabar contando también con el equivalente británico, el Trident.

Nos encontramos, pues, ante un futuro incierto para Ucrania, en paralelo con las incertidumbres, interrelacionadas, del futuro de Europa. Y la aparente fortaleza de la que estaría gozando en estos momentos Putin, en gran medida por el bloqueo de la ayuda militar de Washington a Kyiv desde que los republicanos controlan la Cámara de los Representantes, no augura una resolución favorable del conflicto ni a corto ni a medio plazo.

Ahora bien, sin obviar de ningún modo la gravedad de la situación actual, tampoco podemos olvidar que tan solo hace unos meses la mayor parte del gobierno ruso, y parece que el propio Putin, tuvieron que abandonar Moscú deprisa y corriendo a raíz del alzamiento de Yevgueni Prigozhin (el jefe del Grupo Wagner) y la marcha de sus tropas hacia la capital rusa. Marcha que se detuvo, de forma misteriosa y todavía desconocida, a unos centenares de kilómetros del Kremlin.

¿Cuál es el futuro, pues, que nos espera? Muy difícil a averiguar, sobre todo si tenemos en cuenta los precedentes mencionados. Lo que sí está claro es que vendrá muy marcado por el resultado electoral de noviembre en Estados Unidos, así como el de Europa antes, a principios de junio.