Yo estaba allí, vivo entre el gentío. Entre los gritos, las humaredas, el insoportable olor a vinagre. Enfrente teníamos a escuadras del ejército y de la policía que ponían muy mala cara, con un imponente tanque señalándonos con su gran dedo, con aquella minga patriarcal que escupía la muerte. El régimen se tambaleaba, andaba herido, exhibía su fuerza, nos quería asustar, pero nosotros teníamos el descaro de los suicidas, el atrevimiento de los descontentos, la indignación de los dignos, la audacia de los afortunados. Por un altavoz paternalista nos aseguraron que tirarían a matar si no deshacíamos el tumulto, si no rompíamos inmediatamente la absurda hermandad de los que se encaran al martirio. Algunos uniformados empezaron a dispararnos con balas de verdad, con balas que hacían el mismo ruido de las balas de las películas, tal vez más seco, pero es que había demasiada confusión y niebla para saber si habían tocado a alguien, al menos donde yo estaba nadie cayó, o no lo supe ver. El carro de combate mostró que podía y quería matarnos a todos, bombardeándonos allí mismo, aplastándonos con su peso de caracol mecánico que ha sacado su cuerno. Marchaos o os vamos a matar, no dejaremos ni uno, os mataremos a todos, continuaba diciendo la voz de la gente de armas. Entre la multitud insurgente comenzaron a cantar, locos de la risa, a improvisar una respuesta juvenil que me heló la sangre. La respuesta decía, me la tradujeron, con una remota melodía, que no, no, no, soldados, no, policías, no nos podéis matar. No nos podéis matar porque es que ya estamos muertos. Ya estamos muertos, nosotros.

El caso es que no nos mataron. Al final no se atrevieron a desencadenar la gran matanza, aunque no sé por qué retrocedieron, por eso todavía estoy aquí y lo puedo contar. Fue el 14 de enero de 2011 y, por una extraña casualidad, con las fronteras cerradas, me di cuenta de que era el único periodista europeo que podía escribir sobre el terreno en aquellos momentos. El régimen cayó un par de días después, el del dictador Zine al-Abidine Ben Ali, del Reagrupamiento Constitucional Democrático, de Túnez, miembro de la Internacional Socialista. Nos podrían haber aplastado como a un huevo en aquella protesta pero no lo hicieron, quizá porque tenían más miedo que nosotros, porque no se atrevieron a disparar indiscriminadamente sobre su propio pueblo, aunque esa pequeña revolución acabó causando, al menos, un centenar de muertos. Siempre piensas que podría haber sido peor, pero la verdad es que ha habido momentos más duros que otros en los enfrentamientos entre gobiernos y disidentes. La caída de Ben Ali fue relativamente pacífica, pero no podemos decir lo mismo de la de Muamar el Gadafi. Esto sin contar con la gran carnicería de Tiananmén de 1989, que contabilizó más de diez mil muertos. A veces la gente que tiene las armas en las manos las utiliza contra la población civil y se carga a todo lo que se menea. Como en la Masacre de Amritsar, durante la independencia de la India, en 1919. A veces no lo hace, el ejército manifiesta que no puede disparar sobre su propio pueblo, porque pueblo y ejército son una misma cosa. Por eso mismo cayó el Muro de Berlín, porque la policía comunista un buen día no se atrevió a provocar más muertos, como si no lo hubiera hecho antes. Algo similar ocurrió cuando el ejército boliviano no quiso reprimir a la población contraria a Evo Morales. A veces la gente armada te ve como a un hermano, como a un compatriota, como a carne de su carne. A veces te ve como a un enemigo, como a una rata que hay que exterminar. Ahora piensa, para tus adentros, como nos ven el ejército español y las fuerzas policiales españolas. Como nos ven a los catalanes. Y si nos enfrentamos a una intransigencia parecida a la de la antigua República Democrática Alemana o a la de la República Popular de China. Y no, no me refiero ahora al pobre Pedro Sánchez, me refiero al Estado dentro del Estado, a los que mandan de verdad y, de momento, no, todavía no ceden. ¿Cómo les podríamos incentivar?