Ahora se acuerdan de la batallita de Volhov, en la vergonzosa campaña de Hitler sobre Rusia, porque no tienen nada más, pobres desgraciados, porque el ejército español no, ellos no, ellos hace siglos que no ganan ninguna guerra digna de ese nombre, ni contra ningún rival militar honorable, ni contra ningún enemigo decente, ni tampoco han defendido idea benemérita alguna desde la guerra de la independencia. La última buena idea que España defendió con las armas fue la independencia, qué cosas. Desde la derrota del ejército de Napoleón, a quien en realidad vencieron los ingleses, prusianos, rusos y austriacos, el ejército español no ha hecho más que exterminar y reprimir a su propia población, no ha hecho más que bombardear Barcelona, fusilar esclavos cubanos, gasear rifeños indefensos, no ha hecho más que robar gallinas, como corresponde a una fuerza africanista, es decir, rapaz, mal vestida de vieja aristocracia pero que sólo es colonial, gángster, piojosa. Pedro J. Ramírez, director de El Español, organizó un homenaje a este ejército que no nos ha salvado del coronavirus y, naturalmente, el jolgorio terminó transformándose en lo que siempre son estas mascaradas de la buena sociedad madrileña, en un botellón, en un ejercicio arbitrario de privilegios, de clasismo, de arrogancia, de afirmación de una identidad que se tambalea, que se deshace como se deshace el imperio donde no se ponía el sol. Llora, llora, Boabdil, como mujer lo que no supiste defender como un hombre. Siempre dibujan así de menesterosos a los enemigos de España, ya sean moros o catalanes, siempre tienen este mismo grave defecto de masculinidad, siempre son muy poco hombres. Así que no es de extrañar que el hispanista irlandés Ian Gibson diga que, para sentirse aún más y más español, suele comer cojones de toro, el angelito.

El ejército español hace siglos que no gana ninguna guerra digna de este nombre, ni contra ningún rival militar honorable, contra ningún enemigo decente

Volver a la batallita de Volhov es volver necesariamente a la triste figura de Dionisio Ridruejo, al escritor falangista que allí estuvo, luchando, pero sobre todo sufriendo por si conseguiría probar su masculinidad, por su físico insignificante, por la minusvalía del fascismo español en comparación con el italiano y el alemán, por tratar de apaciguar, como fuera, un vivo sentimiento de inferioridad, oscuro y profundo como un pozo. Porque este es uno de los problemas más graves de la España de siempre, los falsos valores masculinos vinculados a un patriotismo delirante y apolillado, la permanente herida abierta en la que supura una mezcla de miedo, de sangre, de mierda, un exhibicionismo que deberíamos calificar de taurino, de teatro malo, en el que el toro no tiene casi ninguna posibilidad de sobrevivir, en el que todo es un engaño. Son lamentables todos esos sietemachos tan poco humanos tan desequilibrados y retraídos, tan necesitados de admiración para continuar viviendo. En Volhov, precisamente, Dionisio Ridruejo obtuvo el buscado bautizo de sangre que casi le cuesta la vida. A su amiga Marichu de la Mora le escribe el 25 y el 30 de octubre de 1941, dos cartas que dibujan esta necesidad vital del ideario falangista. Un ideario patriótico en el que la masculinidad se mide en términos de temeridad absurda, con valentía suicida, sucediéndose numerosas escenas de ataques de los soldados españoles, con la bayoneta calada mientras cantan a gritos el Cara al sol, enloquecidos como en un delirio: “Lo que aquí mismo han hecho los españoles mal armados, sin defensa antiaérea, casi sin artillería y a razón de uno contra veinte no se podrá contar nunca debidamente. Han sido seis días de combate incesante, informal, en que cada soldado ha sido capitán de sí mismo y cada capitán tirador simple. Nunca, en ninguna guerra, el hombre ha dado tanto de sí (...). Estoy contento, orgulloso y edificado por todo lo que me rodea sea o no inteligente. No sabes qué cosa es un español. Casi hace llorar de entusiasmo y de gratitud”. No, los españoles no saben hacer la guerra, pero da igual porque son demasiado orgullosos para aprender como se hace, porque están demasiado pagados de sí mismos, demasiado preocupados por su sentimiento de inferioridad. Están poco interesados en la batalla y demasiado pendientes de probarse como hombres, como hombres machos de verdad: “arriesgando más de lo debido a la española y a pecho descubierto”. (...) “Nuestra guerra no es a la alemana, inteligente, exacta, fría y ahorradora de vidas (...) me queda la alegría de ver cómo los falangistas —uno por uno— despliegan su calidad generosa y heroica”. Y Dionisio Ridruejo era el más ilustrado, reflexivo y juicioso de todo el grupo de la División Azul. Imagínense a todos los demás.