Ayer vi por televisión a las dos infantas de España ante una pared dorada, defendiendo una monarquía que sus padres no saben, no se atreven a reivindicar ahora sin consecuencias adversas. Utilizar a los críos es el último recurso, lo hace el terrorismo islamista y también el sentimentalismo oportunista de Charles Dickens en Oliver Twist. La representación del poder es imprescindible para el ejercicio del poder, hasta tal punto que no hay poder si no puede ser teatralizado, si no se puede mostrar a través de la propaganda política. La actual crisis política lo es también de representación del imaginario popular. En junio de 1996 vivía en Lyon. Desde las habitaciones que ocupaba en el último piso de un elegante inmueble pude contemplar la espléndida plaza del Terraux, o del Ayuntamiento, donde decidieron entonces reunirse los principales líderes del G-7. Fue aquel mi primer ejercicio de voyeurismo en Francia y debería destacar un evento principal. Así como el primer ministro canadiense o el presidente del consejo de ministros italiano llegaron los primeros, acompañados de discretos cortejos, a medida que transcurría el tiempo, aumentaba la importancia del mandatario hasta llegar al opulento canciller alemán. Cada delegación se transportaba además con vehículos de marcas nacionales, lo cual, si bien no debía resultar muy práctico —¿transportan diez o quince coches desde Japón sólo para este paseo?—, ganaba enormemente en simbolismo. Hubo un momento en blanco, calculado con ceremoniosa precisión. El público guardó silencio un rato. Y de repente, empezaron a aparecer limusinas y motoristas y más y más limusinas, y una particularmente grande, con la bandera de Estados Unidos a un lado y al otro, la de la presidencia estadounidense, y de la que bajó nada menos que Bill Clinton. Yo lo vi. Después de haber llegado conté más de treinta vehículos, entre los que había una unidad móvil de cuidados intensivos o ambulancia presidencial. Comprendí que así se muestra hoy el poder, que éste era un gesto del hombre más poderoso del planeta entrando en la segunda ciudad de Francia.

Ahora los mandatarios entran por la televisión y no a través de las puertas de una ciudad amurallada. Nuestros reyes medievales no entraban en las ciudades con menor aparato ni pompa circunstancial cuando, a imitación de Roma, se les ofrecían las llaves en una de las puertas de la ciudad, se organizaba una cabalgata por la calle principal bajo baldaquino o bajo palio, mostrando quizás un botín de guerra y lanzando dinero a los habitantes del lugar. Y más aún durante las ceremonias de coronación. Las formas se actualizan a lo largo de los siglos, pero el poder siempre se exhibe reclamando el acatamiento general, la genuflexión. Con la ayuda de algún Marlaska. La autoridad vigente se reafirma en función, precisamente, de su exhibición pública, corroborando o subrayando las actuaciones o decisiones de la complicada política. Más allá de las palabras hay siempre lo más importante, la emoción, la que se dirige a la entraña, del mismo modo que lo hace la publicidad. La monarquía es esencialmente un discurso plástico, pictórico y teatral, que apela a la parte no racional, al ámbito afectivo y, por tanto, psicológicamente subterráneo. Es lo que prefiere el discurso sobre el poder y desde el poder.

El estudio de la historia del teatro y el de la política tienen capítulos en común. Ahí aprendemos como es la naturaleza misma de la sociedad que las ha producido. El gran antropólogo Clifford Geertz ya señaló la importancia que, por ejemplo, tenía la cosa teatral en la arcaica sociedad de Bali en su impresionante estudio Negara (Paidós, 2000). Los símbolos, mitos, rituales y ceremonias teatrales constituyeron allí la esencia misma del Estado, el fundamento del orden y del equilibrio establecido. El gobierno es tan sólo un simple espectáculo organizado, un teatro que narra las obsesiones dominantes de la cultura. Por muchos siglos que pasen, por muchas pandemias que tengamos que soportar, nunca podremos olvidar la ridícula figura de Felipe VI ante el retrato de Carlos III dispuesto a la batalla, ni la boda de la hija de Aznar en El Escorial. Ni tampoco los vídeos de Ada Colau. El poder es espectáculo y cada vez sabemos discernir mejor qué espectáculos preferimos. Es lo que tiene el confinamiento, que nos deja tiempo libre para pensar.