"Fui ingenua, pero me hubiera gustado haber sido la persona que anunciara la muerte de mi marido, Paul Auster". Lo ha escrito la escritora Siri Hustvedt en su cuenta de Instagram, en un post para despedirse de su marido, fallecido el 30 de abril, a las 7 de la tarde en Nueva York, 1 de mayo en Catalunya. "Murió en casa, en la habitación que amaba, la biblioteca, una habitación con libros en todas las paredes, desde el suelo hasta el techo, pero también altas ventanas que dejaban entrar la luz".

Hustvedt utiliza su carta abierta para criticar la forma en la que se publicó la noticia, que se difundió en internet antes de que el cuerpo de su marido ni siquiera hubiera salido de su casa de Brooklyn. “Los obituarios ya estaban publicados. Ni yo, ni nuestra hija Sophie, ni nuestro yerno Spencer, ni mis hermanas —a las que Paul quería como si fueran las suyas y que le acompañaron en su muerte— tuvimos tiempo para asumir nuestra pérdida”.

De modo que la escritora no tuvo ni tiempo para llamar ni mandar ningún mensaje a sus seres queridos, antes de que empezaran “los gritos” por internet: “Nos robaron esta dignidad. Desconozco la historia completa sobre cómo ocurrió, pero sí sé algo: está mal”.

Hay una especie de prisa por anunciar la muerte de la gente

Total, que alguien quiso hacerse el sabio y difundió la muerte del escritor sin tener en cuenta el duelo familiar. Hay una especie de prisa por anunciar la muerte de la gente. Uno de los casos más recordados fue el de Peret. Los medios de comunicación dijeron que había muerto, pero todavía no había muerto. Y no, no estaba de parranda, que es la broma fácil que se hizo. Estaba gravemente enfermo. Murió dos horas después. El último caso fue el de Tomeu Penya. Muerte anunciada desde una cuenta falsa y desmentida por el propio cantante.

Y no, este no es un drama producto de las malvadas redes sociales. Lo de los rumores se inventó en los pueblos. A veces, alguien, con ganas de gastar una broma o de hacerse el interesante, difundía la muerte de un vecino. Aquello del juego del teléfono. Hasta el punto de que la familia recibía, con sorpresa, llamadas de pésame, mientras el fallecido jugaba tranquilamente a las cartas en el café del pueblo, ajeno a su propia muerte.

Por no hablar de toda la gente que aprovecha cualquier evento triste y convulso —ya sea la muerte de un famoso o el incendio de una catedral— para darse importancia dando el pésame a quien no conoce, explicando la relación tangencial que un día durante un segundo tuvo con un conocido de esa persona, o para contar que un día pasó por delante de ese edificio y qué mal que le sabe. Cosas que forman parte indisociable de la condición humana. Como la muerte.