La invasión rusa de Ucrania terminará dejando a ese país devastado, seguramente aniquilado y con un número tremendo de víctimas, entre asesinados y heridos, que difícilmente seremos capaces de digerir desde nuestra eurocéntrica perspectiva. Por su parte, aquellos que sobrevivan al horror de esa guerra quedarán marcados para el resto de sus vidas, que vaya uno a saber cómo y dónde se desarrollarán. Para todas esas víctimas, mi solidaridad.

Cuando finalice el conflicto, si es que no se desboca hacia unos derroteros siempre presentes desde que el hombre inventó la bomba atómica, nuestras vidas y nuestro mundo también habrán cambiado, a lo mejor, de forma igualmente irremisible o, si tiene reconducción, tardaremos mucho tiempo, no exento de sufrimientos, en lograr retomar una senda democrática. Aunque esta fuera, incluso, absolutamente imperfecta, es siempre preferible a aquella a la que nos están arrastrando algunos ardorosos y seniles personajes belicistas, que inflaman la escena desde sus poderosas atalayas, jaleados por irresponsables todólogos de mesa camilla. La mayoría de estos han visto las guerras en películas y en televisión.

Los ardorosos belicistas, que no admiten críticas, están impidiendo que hagamos un análisis sereno, mínimamente racional y, marcadamente, prudente de en qué nos estamos embarcando, hacia dónde vamos y cuál será el precio que tengamos que pagar por ello.

Seguramente, si alguno de ellos hubiese conocido la guerra de cerca y si siguiesen un proceso analítico racional, llegarían a conclusiones muy distintas, pero entre las cosas de la guerra, si hay una que no tiene cabida es la racionalidad.

Vivíamos, hasta hace nada, en un mundo —el de la Unión Europea— en el que, cuando disentíamos, contábamos con un marco de protección que nos permitía el debate y la libertad de pensar, decir y hacer. Actualmente, sin embargo, ya no contamos con este elenco de garantías de libertad, aunque no nos queramos dar cuenta.

En materia de derechos fundamentales, que es de lo que aquí estoy hablando, se sabe dónde y cuándo comienzan las restricciones, pero para cuando queramos darnos cuenta de dónde terminan será ya muy tarde porque se habrá renunciado a todo tipo de mecanismos de contrapeso, de contención, que impidan que esas medidas se transformen o sean usadas como marco habitual de funcionamiento

La Unión Europea, que actualmente viene definida en el Tratado de Lisboa, especialmente en sus artículos 2 y 3, “se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres” y tiene como finalidad “promover la paz, sus valores y el bienestar de sus pueblos”.

A partir de ahí, la Unión ofreceun espacio de libertad, seguridad y justicia sin fronteras interiores, en el que esté garantizada la libre circulación de personas conjuntamente con medidas adecuadas en materia de control de las fronteras exteriores, asilo, inmigración y de prevención y lucha contra la delincuencia” estableciendo “un mercado interior” y “obrará en pro del desarrollo sostenible de Europa” combatiendo “la exclusión social y la discriminación y fomentará la justicia y la protección sociales, la igualdad entre mujeres y hombres, la solidaridad entre las generaciones y la protección de los derechos del niño”.

En el plano de las relaciones exteriores, aquellas que le competen a Borrell, la Unión “afirmará y promoverá sus valores e intereses y contribuirá a la protección de sus ciudadanos. Contribuirá a la paz, la seguridad, el desarrollo sostenible del planeta, la solidaridad y el respeto mutuo entre los pueblos, el comercio libre y justo, la erradicación de la pobreza y la protección de los derechos humanos, especialmente los derechos del niño, así como al estricto respeto y al desarrollo del Derecho internacional, en particular el respeto de los principios de la Carta de las Naciones Unidas”.

Pero, además, debemos tener presente que el propio Tratado de Lisboa establece que “La Unión reconoce los derechos, libertades y principios enunciados en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea” y que “Los derechos fundamentales que garantiza el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales y los que son fruto de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros formarán parte del Derecho de la Unión como principios generales”.

Parece evidente que las recientes medidas adoptadas por la Comisión, en nombre de todos los ciudadanos de la Unión, no son otra cosa que una derogación implícita del Tratado de Lisboa, de la Carta de los Derechos Fundamentales y un abandono del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Me explicaré.

Declarar la guerra, como lo ha hecho Borrell, no entra dentro de las competencias ni de la Unión Europea ni de la Comisión; por tanto, su declaración no parece más que una indebida atribución de competencias que tiene un encaje en otros cuerpos normativos, pero que nos arrastra hacia un escenario que, como digo, seguramente no somos conscientes de cuán distinto será al de hacer la guerra desde atalayas o mesas camilla.

Establecer la censura a medios de comunicación, se esté o no de acuerdo con sus líneas editoriales, no es más que una vulneración de los derechos y libertades de todos nosotros, tal cual vienen reconocidos en la Carta y en el Convenio; además, es un arma en poder de unos pocos para terminar censurando todo aquello que no vaya en directo interés de esos pocos, seniles y belicosos mandamases a los que, por cierto, los ciudadanos no elegimos.

Incautarse bienes y haberes de cualquier persona, por el simple hecho de tener una concreta nacionalidad, sin que se haya determinado previa y judicialmente su ilícita procedencia, es también una medida arbitraria e incompatible con la Carta y el Convenio, pero, además, una clara e implícita derogación del Tratado de Lisboa y, todo ello, sin haber contado con la aprobación de los ciudadanos de la Unión.

Seguramente, las medidas adoptadas por la Comisión cuentan con el apoyo emocional de muchos, probablemente la mayoría de los ciudadanos de la Unión, pero ello no implica que sean legítimas ni que cuenten con el necesario respaldo legal. Serán medidas que terminarán volviéndose en contra de esa gran mayoría de ciudadanos europeos que hoy las apoyan y, especialmente, en contra de muchos todólogos, que tanto atraen a una gran audiencia, sin permitir vislumbrar las consecuencias de lo que dicen y aplauden.

En materia de derechos fundamentales, que es de lo que aquí estoy hablando, se sabe dónde y cuándo comienzan las restricciones, pero para cuando queramos darnos cuenta de dónde terminan será ya muy tarde porque se habrá renunciado a todo tipo de mecanismos de contrapeso, de contención, que impidan que esas medidas se transformen o sean usadas como marco habitual de funcionamiento de un espacio, el europeo, que estaba llamado a ser uno de libertad.

Borrell, que no está capacitado para la función que está desempeñando —y dudo que lo esté para cualquier otra—, ha planteado que "tiene que haber alguna garantía para que la información no sea un elemento que contamine las mentes" y ha anunciado la implantación de un “mecanismo para sancionar actores nocivos que desinforman”.

En lo que al retroceso democrático se trata, a la destrucción de la Europa de las libertades, al asesinato del proyecto de Unión Europea que debía encaminarse hacia una federación, solo podemos sindicar como responsables a quienes hoy la dirigen y que tan cómodos están en este proceso de recorte de libertades gracias al silencio cómplice de muchos y al ardor belicista de los todólogos de mesa camilla

Tales eufemismos han de ser traducidos a términos claros: los ciudadanos somos idiotas, inmaduros e incapaces de sacar nuestras propias conclusiones y son “ellos”, desde sus poderosas atalayas, quienes nos tienen que explicar qué informaciones podemos o no recibir y, en cualquier caso, para evitar que nos confundamos ya estarán ellos, los de siempre, para censurar aquellas informaciones y medios a los que no sea conveniente que accedamos. Este planteamiento es incompatible con cualquier tipo de concepción que se pueda tener de lo que ha de ser un sistema democrático.

En pocos días, tantos como lleva la invasión rusa de Ucrania, unos indocumentados, seniles y ardorosos personajes, que de demócratas tiene poco o nada, han hecho retroceder a la Unión Europea lo que ha costado décadas avanzar; la están destrozando y, además, la están colocando, junto a todos nosotros, en una posición muy distinta de la que en este conflicto le correspondía: la de árbitro, cediendo ese papel a una China que, al final, terminará siendo la gran beneficiada de todo este ardor guerrero.

La culpa de la invasión recae en un único actor, las causas de ella, que es de lo que nadie quiere hablar, son atribuibles a múltiples partes, pero en lo que al retroceso democrático se trata, a la destrucción de la Europa de las libertades, al asesinato del proyecto de Unión Europea que debía encaminarse hacia una federación, solo podemos sindicar como responsables a quienes hoy la dirigen y que tan cómodos están en este proceso de recorte de libertades gracias al silencio cómplice de muchos y al ardor belicista de los todólogos de mesa camilla que, como digo, no tienen ni idea de lo que es una guerra.

La única esperanza que queda, si aún queremos que al final de la contienda quede en pie algo de la Europa de las libertades, pasa por la respuesta que a toda esta antidemocrática y aberrante actuación de la Comisión dé el Tribunal General de la Unión Europea, luego el Tribunal de Justicia y, sobre todo, la que demos los ciudadanos oponiéndonos a que terminen dejándonos auténticamente en bolas, privados de todo tipo de derechos y libertades que es lo que, día a día, están haciendo porque bajo la excusa de defender la democracia en Ucrania se están cargando la nuestra, por imperfecta que sea.