Desde hace años vengo sosteniendo la hipótesis de que una de las funciones del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) sería la de establecer unos estándares democráticos mínimos y comunes para los 27 estados miembros de la Unión y que esta tarea la realiza, principal pero no únicamente, a través de sus sentencias en cuestiones prejudiciales que se le someten por parte de los diversos órganos judiciales de los distintos países.

Se trataría, por tanto, de, a través de la correcta interpretación del derecho, establecer una forma de operar como estados que resulte común a todos los países para que todos alcancen unos niveles en los cuales estén garantizados unos mínimos comunes que aseguren el disfrute de los derechos y libertades promulgados en el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea.

Es decir, se trata de que a través de una serie de sentencias interpretativas de las distintas normas de la Unión, se establezca un acervo común mediante el cual se garanticen “los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, estado de derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías”.

Y, como dice el mismo precepto, esto es necesario porque “estos valores son comunes a los estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres”.

En el fondo, mi hipótesis consiste en que le ha tocado al TJUE darnos la correcta interpretación de un marco jurídico a partir del cual se perfila no solo una unión de estados, sino, sobre todo, de ciudadanos con derechos y libertades que han de ser garantizados de forma homogénea a pesar de las particulares características culturales, históricas y políticas de cada país.

La sentencia del TJUE de este pasado martes es, justamente, lo que ha venido a hacer y por ello, tras una rápida e injustificada euforia por parte del nacionalismo español, ahora, con el paso de los días y una más acabada lectura de dicho texto, las sonrisas se hielan y comienzan a darse cuenta de que, seguramente, la peor de las ideas que tuvieron a lo largo de estos más de cinco años de persecución al independentismo fue la de someter el proceso a una revisión prejudicial.

Un tribunal que no es el preestablecido por ley no debe condicionar la política de ningún país, mucho menos los derechos y libertades de los representantes políticos de una minoría a la que el TJUE ya le ha puesto nombre: “grupo objetivamente identificable” de personas

Se trata de una sentencia que, analizada fríamente, viene a establecer una serie de pautas sobre cómo ha de operar la cooperación jurídica en materia penal entre estados miembros de la Unión Europea, pero, sobre todo, establece unos criterios muy claros sobre qué no han de hacer los países que tienen tendencias poco democráticas o tradiciones incompatibles con lo establecido en el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea.

La sentencia, cuya reposada lectura recomiendo, no solo es un éxito rotundo del exilio, sino que, además, genera un marco jurídico que ha de servir para el desarrollo y consolidación de otro de carácter político que es donde ha de buscarse la auténtica solución al conflicto entre España y Catalunya.

Establece la sentencia qué ha de considerarse, a nivel europeo, por tribunal competente y esto tiene unas implicaciones jurídicas claras —el Supremo no lo es en el caso del procés—, pero también políticas. Un tribunal que no es el preestablecido por ley no debe condicionar la política de ningún país, mucho menos los derechos y libertades de los representantes políticos de una minoría a la que el TJUE ya le ha puesto nombre: “grupo objetivamente identificable” de personas. Será el TEDH el que, en base a estas dos ideas, le pondrá el apellido.

En ese trabajo democratizador en el que se ha embarcado el TJUE desde hace ya muchos años, es evidente que la sentencia del martes pasado dice muchas cosas, pero, también, entrega muchos mimbres para saber por dónde discurrirá el desenlace de la batalla judicial del exilio y que culminará, en su fase europea, con la sentencia del Tribunal General en materia de inmunidades y en el Tribunal Europea de Derechos Humanos en materia de revisión de las condenas dictadas por el Supremo, un tribunal que no era el preestablecido por ley, según ha dejado claro el TJUE.

Es decir, ningún juez o tribunal se puede atribuir la competencia para perseguir a ningún grupo objetivamente identificable sin que exista una norma previa que le establezca como juez preestablecido. La competencia por presunciones o costumbre queda erradicada de Europa con las consecuencias legales y políticas que ello tiene… El efecto dominó de esta sentencia lo veremos no solo con los exiliados sino también en el TEDH.

En cualquier caso, digo que es un trabajo democratizador porque los parámetros interpretativos del derecho de la Unión que establece el TJUE en su sentencia van mucho más allá de lo que a los exiliados afecta. El TJUE ha dicho muchas cosas que son básicas para la construcción de un espacio común en el que se garantice la libertad, la seguridad y los derechos de las minorías.

Entre las cosas que ha dicho la sentencia del martes pasado está el que ningún órgano judicial puede jugar con las euroórdenes (OEDE) y usarlas de forma abusiva para perseguir a nadie; ha dejado claro que cuando una OEDE ya ha sido rechazada por vulneración de derechos fundamentales no cabe emitir una nueva, si no han cambiado las circunstancias; este cambio no se refiere a las normas penales sino a los hechos.

El TJUE ha dicho muchas cosas que son básicas para la construcción de un espacio común en el que se garantice la libertad, la seguridad y los derechos de las minorías

En breve se verá el efecto del párrafo 100 de la sentencia en la demanda de inmunidad que se construyó a partir de una idea base: el órgano solicitante del suplicatorio no era el competente para pedirlo porque no era el juez predeterminado por ley.

Este es, evidentemente, un avance democratizador y lo es porque deja claro que una denegación de entrega por vulneración de derechos fundamentales es una decisión de carácter definitivo y que obliga a todos los estados miembros que han de respetarla.

Dicho más claramente: cuando se deniega una OEDE por riesgo de vulneración de derechos fundamentales, como sucedió con Lluís Puig, eso ya es una denegación definitiva que debe ser asumida por todos los estados miembros y, además, si un estado emisor no respeta dicha prohibición de nueva emisión, el estado de ejecución, no necesariamente Bélgica, ha de negarse a tramitar tal requerimiento.

Como este, bien podríamos analizar párrafo a párrafo de la sentencia y comprobar que está plagada de cargas de profundidad que están ahí no solo para ser cumplidas, sino para ir democratizando, bajo unos estándares mínimos, a todos los estados miembros de la Unión Europea, especialmente a aquellos que tienen serios problemas con el respeto de los derechos de las minorías nacionales o de los grupos objetivamente identificables de personas, concepto a partir del cual hay que seguir construyendo.

Muchos han sido los que han tildado la defensa realizada por el equipo del que formo parte como de política, tratando de descalificarla frente a lo que se denomina defensa técnica. Creo que una lectura reposada de la sentencia y del procedimiento seguido ante el TJUE demuestra que no ha existido defensa más técnica que la descalificada como “defensa política”.

Con la más depurada de las técnicas, que creo es algo que nadie nos puede negar, sí que hemos hecho una defensa política si por tal se refieren a una que, en todo momento, ha querido respetar el proyecto político de nuestros defendidos y que, además, ha servido para garantizarles el disfrute de estos, tanto a ellos como a quienes representan.

No hemos defendido personas, sino conceptos y derechos.

En definitiva, creo que no nos equivocamos cuando decidimos abrir nuestros alegatos del pasado 5 de abril ante el TJUE diciendo: “Venimos en nombre de los representantes políticos de la minoría nacional catalana a defender sus derechos y los de sus representados”.

Era un posicionamiento clave para centrar el debate sobre lo que realmente estaba en juego y para dejar claro que la defensa más técnica era la política y que así y solo así se podían garantizar, con dignidad y sin renuncias, los derechos de todos los catalanes. Pagaré por ello, pero el trabajo realizado ahí está.