¿Habéis participado alguna vez en una rave de adolescentes que beben alcohol en abundancia en vasos de plástico y fuman como camioneros (y camioneras, que diría Iu Forn) en un tren de Rodalies en pleno trayecto (nocturno)? Si os lo habéis perdido –y perdonad la ironía– todavía estáis a tiempo de vivir tan edificante experiencia. Sólo tenéis que coger los últimos convoyes de la línea del Maresme, la R1, los viernes o los sábados de cada semana. De hecho, hay más barra libre en el tren que en las discotecas de Montgat o Mataró donde van los chicos y chicas embarcados en Sants o en plaça Catalunya con la bolsa de plástico llena de botellas, previa visita al híper del barrio –la bebida es cara en la disco–. Al día siguiente harán el viaje de vuelta muchos de ellos (y ellas) en un estado lamentable o, directamente, durmiendo la mona, entre viajeros y familias con o sin criaturas que van a pasar el domingo en Barcelona.

¿Que qué hacen los seguratas? No descartéis que alguno de los hijos de los uniformados se haya sumado a la fiesta. He ahí por qué, la mayoría de las veces –cuando los pillan con el vaso en la mano– la cosa no pase de una suave advertencia. En contadas ocasiones, los responsables de seguridad han parado el tren para que se acabe la juerga que, normalmente, se reanuda con la marcha a partir de la próxima estación. Tampoco descartéis que alguno de vuestros hijos se apunte al botellón rodante entre el estupor de los (iba a decir de los "idiotas"), de los usuarios habituales que pagan religiosamente su billete, ocupan sus asientos (si pueden) e intentan distraerse de alguna u otra manera hasta que llegan a destino. (Aunque, la verdad, se me hace bastante difícil leer sobre la Fenomenología del Espíritu de Hegel rodeado de chavales y chavalas excitados y excitadas por el humo y el vodka barato). Con todo, el grado de convivencia entre los unos y los otros (los que acaban y los que empiezan la jornada al anochecer, para entendernos) suele ser ejemplar. Ante el griterío imperante, el silencio acostumbra a ser la respuesta de los pasajeros habituales.

Es obvio que, de todo lo que acabo de relatar, Madrid no tiene la culpa. La experiencia botellón en Rodalies tendría que mover a una reflexión profunda, Catalunya adentro, familias adentro, escuela o universidad adentro. He ahí una clara muestra de la necesidad de reconectar con los mínimos del civismo y del respeto a lo que se sostiene con los impuestos de la gente. No obstante, hay vasos comunicantes entre las escenas (cotidianas) de las cuales os invito a participar y la política ferroviaria del Estado en Catalunya.

La estrategia es tan vieja como el primer tren de la Península, la línea Barcelona-Mataró (1848): se trata de que los catalanes asuman que sólo pueden aspirar a tener trenes del XIX, o más propios de la República del Congo (con perdón), que de la Europa Occidental
El soberano desprecio del Gobierno español, del gestor de infraestructuras Adif y de la misma Renfe respecto a la red ferroviaria pública que bombardea cada día a Barcelona más de 400.000 personas, las averías continuas que se han sucedido desde la crisis de los socavones del AVE en l'Hospitalet de Llobregat, en octubre del 2007, y hasta la última incidencia registrada, el martes de esta semana, han convertido un servicio público esencial en un problema sin solución aparente. Una anomalía que acaba siendo interiorizada y asumida como tal por quien la sufre más directamente: los mismos usuarios porque, de hecho, podría ser que este fuera el objetivo final. El caos de la Renfe acaba configurando la coartada perfecta para que Madrid perpetúe la asfixia inversora y responsabilice del desastre a los administradores catalanes de las escuálidas competencias delegadas a la Generalitat sobre la gestión del servicio, el conseller o el director general de turno, o los Mossos, o los bomberos cada vez que hay una nueva incidencia.

La estrategia es tan vieja como el primer tren de la Península, la línea Barcelona-Mataró (1848): se trata de que los catalanes asuman que sólo pueden aspirar a tener trenes del XIX, o más propios de la República del Congo (con perdón), que de la Europa Occidental. Trenes que se detienen día sí y día también por una u otra razón y en los que incluso es posible montar un botellón sin que nadie se inmute: lo que pasa es normal. En el extremo, ¿cómo podrán autogobernarse, y no digamos constituir un Estado, si no son capaces ni de gestionar los trenes, estos catalanes? Y se trata, naturalmente, que los contribuyentes catalanes, vayan en tren o a pie, sigan pagando la cuota parte de los AVES de las Castillas, donde como es sabido, el pasaje (a menudo fantasma) siempre se comporta.