La penosa reconstrucción del régimen bipartidista en España a base de falsas investiduras y microgolpes palaciegos para alejar de los centros de poder y decisión tanto a la izquierda sospechosa (Iglesias) como a la derecha tóxica (Rivera), o debilitarlas al máximo, además de arrinconar el independentismo catalán en el gratis total (ERC) o la inoperatividad (JxCat), no acabará con las elecciones del 10-N. Dudo que Pedro Sánchez ―a quien todas las encuestas sitúan como ganador de la última y patética partida― sea capaz de gobernar y completar la próxima legislatura. Pero si lo hace, aventuro que bien pudiera ser la última del líder del PSOE. En el 2023, o antes, si Pablo Casado juega bien sus cartas, un PP rejuvenecido y saneado ―si no incurre en nuevas tentaciones corruptas― podría alcanzar de nuevo la Moncloa. Cosa que supondría el corolario lógico de la operación para desactivar los experimentos políticos de la última década a izquierda y derecha.

A diferencia de lo que ha sucedido con Convergència, los populares, pese al desastre final del marianismo, que ha supuesto la implosión de la derecha española en tres ofertas electorales, con los naranjas como partido "nacional" y la emergencia de la extrema derecha a cara descubierta (Vox), han sido capaces de conservar la marca de toda la vida y llevan camino de asentar el liderazgo de Casado, por el que hasta hace muy poco nadie daba un duro.

Ahora mismo, el PP aparece como el gran beneficiario del tremendo lío cainita de la izquierda PSOE-Podemos, al que puede poner la guinda y el riesgo máximo de fragmentación electoral la lista de Errejón, el Podemos de seny. La media de los sondeos publicados indica que Casado gana más del doble de escaños que Sánchez ―28 frente a 11― a pesar de que el líder del PSOE se afianza en primera posición. A la inversa, Cs, que se deja una media de 23 diputados, es el principal damnificado, y, en menor medida Vox (6) y Unidas Podemos (5). Por lo que respecta al independentismo, ERC tiende a bajar 1 o 2 escaños mientras que JxCat aguanta los que obtuvo el 28 de abril o pierde 1.

Hace pocos días, Casado, que fue ungido por el mismísimo Aznar, se puso de parte de los líderes del PP vasco a los que la ultra-chic Cayetana Álvarez de Toledo, que volverá a ser candidata por Barcelona en el 10-N, acusó ni más ni menos que de tibieza ante los “terroristas”. A la vez, Casado defendió la vigencia del régimen fiscal vasco, los famosos conciertos económicos de matriz foral que garantizan el encaje de aquellos territorios en el estado español y que la indocumentada marquesa de Casa Fuerte, pese a sus tesis doctorales, confunde con privilegios o dádivas revocables de su graciosa majestad o del papá Estado. Gracias a los conciertos económicos, los vascos ―y los navarros― no se han ido, o, por lo menos, no se han alineado con el independentismo catalán en el momento más álgido de su pulso con el Estado. 

A Casado le sienta bien la barba estrenada este verano pero, sobre todo, el giro al centro. El independentismo, por mucho que se esfuercen Junqueras y Rufián, tiene muy poco que hacer con Sánchez ―parece mentira que aún no se hayan dado cuenta―, pero tendría camino a recorrer con un Casado, que, si sigue haciendo bien los deberes, podría convertirse en presidente. Por extraño que parezca, ese también es otro posible momentum. Dentro de cuatro años, los que manejan el tinglado (el llamado deep state) deberán decidir si mantienen el régimen y el escenario de inestabilidad bajo tutela de la monarquía, o le hacen un lifting democrático. Si abren un tiempo nuevo, de distensión, en que, entre otras cosas, deberá ponerse sobre la mesa la previsible situación penitenciaria de los líderes catalanes ―algunos de los cuales puede que para entonces hayan cumplido 6 años de prisión― y el reencaje (o no) de Catalunya en España.

Dentro de cuatro años, los que manejan el tinglado deberán decidir si mantienen el régimen bajo tutela de la monarquía o le hacen un 'lifting' democrático

¿Y quién mejor que un líder del PP para desenredar lo que otro líder del PP dejó enredado? Habría que preguntarse ―quizás lo revele algún día una crónica seria del procés hecha desde Madrid― qué margen real tuvo Rajoy para negociar con Puigdemont en el momento clave del mal llamado choque de trenes. Esto es, cuando la disposición al diálogo del president y de la suspensión sine die de la declaración de independencia, que ya había quedado en el aire en la sesión parlamentaria del 10 de octubre del 2017, obtuvo como respuesta de la Moncloa el silencio y la activación del 155, la supresión de la autonomía catalana. Rememoro ese momentum crucial con la lectura de El naufragio (Península) de la periodista y directora adjunta de La Vanguardia Lola García, crónica certera de los días del procés y sus prolegómenos, que ilumina bien, desde la grada catalana, la sucesión de hechos sobre el escenario. E insisto: ¿cuándo dejó Rajoy de ir de farol ―él también, no solo Puigdemont, si es cierto lo que dijo Ponsatí―? ¿Fue por decisión propia? ¿Actuó como simple ejecutor del a por ellos, que diseñaron otros? ¿O, simplemente, miró hacia otro lado?

El gesto de Risto Mejide, que se presenta con la lista Peor No lo Haremos (PNLH), dice mucho de los tiempos que corren. La credibilidad de la democracia electoral española está bajo cero. Pero, desde luego, todo sería mucho más fácil si Rosalía se presentara for president(a). Aparte del Barça, intuyo que a los catalanes no nos quedan muchas armas más para que se rindan los Tercios (de Flandes).