“Debo admitir que hay algo que no he hecho bien en el aspecto fiscal, o judicial, o simplemente de la ética. (...) Incluso, y sobre todo, en el juicio que yo debo hacer de mí mismo. (...) He hecho algo que está mal hecho, pero ¿por qué y cuándo”? Así se lo preguntaba a sí mismo Jordi Pujol en una larga entrevista con el escritor y periodista Vicenç Villatoro (Jordi Pujol. Entre el dolor i l’esperança, Proa, 2021). La conversación se publicó 7 años después de la famosa confesión pública de la deixa o legado dinerario del abuelo Florenci, el día de Santiago de 2014. Aquel terremoto enmudeció a media Catalunya, escandalizó a los hipócritas de siempre, hizo estallar Convergència y precipitó la causa contra el presidente de la Generalitat entonces ya retirado del poder, su esposa, Marta Ferrusola, fallecida en 2024, y los 7 siete hijos del matrimonio, que este lunes se empieza a juzgar en la Audiencia Nacional. La acusación les pide más de 100 años de prisión por cinco presuntos delitos. Los Pujol habrían gestionado durante décadas una fortuna en bancos extranjeros, especialmente en Andorra, sin tributar a la Hacienda española y presuntamente edificada a partir de la herencia secreta, unos 140 millones de pesetas de 1980, y que se habría engordado con operaciones de corrupción durante los 23 años de la presidencia del líder nacionalista.

Entonces, ¿qué hizo mal Pujol, por qué lo hizo y en qué momento? Siguiendo el diálogo con Villatoro, el hombre que fundó Convergència, el partido del que ahora todo el mundo quiere declararse heredero menos quizás sus herederos naturales, suelta unas palabras que bien podría repetir hoy el president cuando comience el juicio: “Si ahora le hago este comentario, el objetivo no es defenderme de las acusaciones de corrupción. Eso ya lo hice en el Parlament y si hace falta lo volveré a hacer ante la justicia. Y saldrá lo que salga. Lo que digo es que, por mi parte, no ha habido corrupción. Por otra parte, está demostrado que, desde que me dediqué a la política a fondo, desde 1974 y sobre todo desde que fui presidente, no incrementé mi patrimonio; de hecho, decreció, y bastante. El legado o herencia que tuve a disposición en el extranjero tenía un origen que tampoco era fruto de operaciones facilitadas por la política. Y además, no lo utilicé nunca”.

Todo lo cual, y con un punto paradójico, no exime a Pujol de haber cometido un error, un borrón en el sin duda gran tapiz de su obra política y espiritual, que él prefiere calificar como “un esguerro”. Del cual se arrepiente. Y, por ello, en la entrevista con Villatoro, pide perdón: “Sí, pido perdón. Que no es exactamente indulgencia a quien pudiera castigarme. Sí que lo pido a las personas cercanas a quienes debería haber evitado que se encuentren en la situación en la que se encuentran. Y también debo pedir perdón al hombre joven que yo era hace cincuenta o sesenta años. Y a mi país. No con ánimo de rehabilitación. Simplemente, perdón”.

Vale la pena reproducir hoy el testimonio y la reflexión de Pujol, dado que muy probablemente, su estado de salud le impedirá de defenderse en el juicio de la Audiencia Nacional. En realidad, Pujol ha hecho esta defensa de sí mismo desde el minuto siguiente a su confesión, pasando por fases diversas de apartamiento y expiación de la culpa, durante las que nunca ha querido romper el vínculo con el mundo exterior. Pujol ha sido durante estos años el mejor abogado de sí mismo, de su figura política y su obra, la más importante de la Catalunya reciente, sabiendo que, tarde o temprano, ganaría el pleito. Su rehabilitación política creciente en los últimos años, no solo desde el espacio de la antigua Convergència, y Junts, sino también por los presidentes Aragonès o Illa, de ERC y el PSC, son la prueba. Otra cosa es que la confesión, seguramente hecha con el ánimo de cargar con toda la culpa de aquello que no hizo bien, pero no hizo solo, no sirviera para detener la posterior tormenta judicial. Que se presentara como el único responsable, a modo de pararrayos, para evitar el descrédito familiar, facilitó que policías y jueces construyeran un relato acusatorio, a pesar de las más que escasas pruebas aportadas, en el que los Pujol, todos ellos, son caracterizados como una mafia, una banda corrupta perfectamente organizada. Tanto da que esté por demostrar o finalmente no se demuestre en el juicio la presunta conexión entre adjudicaciones de obras desde la Generalitat y los ingresos en las cuentas de la familia en el extranjero. Los Pujol ya han sido juzgados y sentenciados.

Pujol ha sido durante estos años el mejor abogado de sí mismo, de su figura política y su obra, la más importante de la Catalunya reciente, sabiendo que, tarde o temprano ganaría el pleito

Porque la historia, trágica, del caso Pujol, es la historia de una triple traición. En primer lugar, de aquellos que vieron en la destrucción del político nacionalista la vía para descarrilar el proceso independentista. Son las Sánchez-Camacho y los Fernández Díaz, los Pino y los Villarejo, la cloaca politico-judicial de la Operación Catalunya que el PP amparó desde los más altos despachos del gobierno español. En el fondo, el PP se creyó capaz de cortar de raíz el mal que ni Franco curó: aniquilar la capacidad de Catalunya de levantarse una y otra vez. Pujol llenaba él solito el depósito moral del catalanismo, por eso era la pieza más codiciada por una cierta derecha (no solo por una cierta izquierda). Y el PP de la policía patriótica contra los líderes del procés independentista era el mismo con el que Pujol, en los pactos del Majestic con José María Aznar, creyó que era posible abrir un camino provechoso para que la derecha española postfranquista aceptara de una vez el hecho nacional catalán.

La segunda traición es la de los más cercanos a Jordi Pujol, los de su casa. O de una parte de ellos. De aquellos que pudieron advertirle del riesgo que podría correr su balance ante la historia, justo lo que tanto le preocupó a lo largo de toda su vida política, si algún día salía a la luz el asunto del dinero de Suiza y Andorra. Cuando lo regularizaron, el mal ya estaba hecho. El juicio deberá dilucidar hasta qué punto la línea moral que explica el origen y puede justificar el mantenimiento en la sombra del dinero, una reserva, importante, por si venían malos tiempos para el líder nacionalista, se diluyó o no en una posterior gestión irregular. En una trama de corrupción pura y dura, imbricada con la política, como sostiene la acusación.

La tercera traición se la hizo Jordi Pujol a sí mismo. Y él mismo la ha confesado también: “Puede parecer una figura literaria, eso de pedir perdón también al joven que yo era hace más de sesenta años, pero no lo es. No sé muy bien qué es, pero en todo caso, no es una figura literaria. Es la expresión de un dolor”. Es la pérdida más difícil de acarrear. También, para quienes un día creyeron en Jordi Pujol.