Desde el 27 de octubre del 2017, cuando el Parlament de Catalunya hizo una declaración de independencia y casi todo el mundo —el "pueblo"— se estuvo quieto en casa y los protagonistas —los miembros del Govern, los partidos y las entidades soberanistas— se dividieron entre los que se quedaron y los que se marcharon al exilio, el independentismo culpa a los políticos de haber fallado en el momento decisivo. Y de haber seguido equivocándose en los momentos sucesivos. Hasta hoy. Paradójicamente, la experiencia represiva —casi 4 años de prisión, carreras decapitadas, semilibertad con semiindultos, exilios, 3.000 personas con causas abiertas— no suaviza la crítica, a menudo dura y descarnada. ¿Tan mal lo hicieron —y lo siguen haciendo—? ¿No sería más justo repartir culpas —si es que se tienen que repartir— entre la base y la cúpula? Si servidor fuera uno de ellos, uno de estos políticos independentistas, y ya me perdonarán, amables lectores, los mandaría a todos a freír espárragos.

Sí, porque, en la espera del tsunami represivo que desataría el Estado —prisión y exilio—, aquella tarde del 27 todo lo que hubo fue un concierto de la Dharma en la plaza de Sant Jaume y se acabó lo que se daba. Punto y final. Algunos de los protagonistas, como el mismo presidente Carles Puigdemont, lo han intentado explicar. La declaración de independencia no se tradujo en una acción de resistencia, en aquella apócrifa Operació Castell en la que los miembros del Govern se tenían que encerrar en el Palau de la Generalitat y la gente tenía que desbordar las calles, porque el riesgo de que la reacción del Estado produjera no solo más violencia, como la del 1-O, sino muertes, era muy elevado. A partir de aquí, la actuación de los políticos independentistas fue la que, con las fuerzas que tenían a su alcance —es decir, cero apoyo internacional— podía ser. Como también la de la gente, o, más en concreto, la del movimiento independentista: nadie quería ir más allá. El procés, al menos en la fase conocida, colapsó con la llamada DUI porque los muertos nunca formaron parte del plan. Entre otras razones —además de las obvias— porque los muertos tampoco garantizan la independencia. Creo, en consecuencia, que al independentismo, que ciertamente tiene razones para sentirse frustrado, e incluso para haberse hartado de todo, incluso de él mismo, le convendría dejar de azotarse por lo que ni fue ni, probablemente, podía ser. Todos los ajustes estratégicos y la acción política del día a día y a medio plazo —Govern, congresos de partidos, elecciones, pactos— tendrían que partir de esta premisa, lo cual no significa renunciar a nada ni muchos menos a adaptarse a la política del adversario, como ha sucedido con el acuerdo para reformar la política lingüística.

El siglo XX con todas sus amenazas, entre las cuales las de una conflagración nuclear, ha vuelto. ¿Está preparado el independentismo?

Dicho lisa y llanamente: ¿y si el independentismo empieza a admitir que la independencia no será posible, al menos, durante los próximos años? ¿Y si reconoce, ni que sea para alejar nuevas frustraciones, que España —el régimen español— está encantada de parecerse a Turquía? ¿Qué más le da haber quedado con las vergüenzas al aire a raíz del procés en un mundo donde el autoritarismo avanza en todas partes? ¿Acaso hay que recurrir al ejemplo del Sáhara para que, una vez más, quede claro lo que piensa España de un referéndum de autodeterminación en Catalunya? ¿Y qué? En el flanco europeo e internacional, es evidente que la invasión rusa de Ucrania y sus consecuencias no son el mejor escenario para plantear una ruptura del orden estatal en la UE. No hay que ser un estadista para darse cuenta de que este no es el momentum. La historia avanza como los cangrejos, a veces adelante y otras atrás, aunque el mito del progreso nos haga ver lo contrario. El siglo XX con todas sus amenazas, entre las cuales las de una conflagración nuclear, ha vuelto. ¿Está preparado, el independentismo? ¿Cuál debe ser la política del independentismo en relación con la paz y la guerra? ¿Quedarse sentado, como la CUP ante el discurso de Zelenski en el Congreso pese a la alusión al bombardeo nazi-fascista de Gernika en 1937? 

La primera vez que servidor pudo ejercer el derecho al voto fue en el referéndum de la OTAN de 1986. Voté no, como el 51% de los electores catalanes. ¿Neutralidad? No sé si Catalunya querría ser ahora como Finlandia, un país modélico en muchas cosas y muerto de miedo ante la amenaza de su vecino ruso, a pesar de o precisamente por su estatus neutral. En 1991, cuando las independencias de los países bálticos, con el derrumbe de la Unión Soviética que Putin quiere reconstruir ahora pero sin sóviets, le preguntaron a Jordi Pujol si Catalunya era como Lituania. "Catalunya es como Lituania, pero España no es la URSS", respondió. Quizás ahora diría que España se parece a la Rusia de Putin —el "a por ellos" también funciona como grito de guerra contra los ucranianos—... pero Catalunya no querría ser Finlandia. Ni, por descontado, la Ucrania a merced de los misiles rusos. ¿Votarían ahora sí en un referéndum para salir de la OTAN? Puede, sabiendo que, como ya pasó en 1986, el "de entrada, no" en realidad era el eufemismo de un "sí, por supuesto".

El independentismo volverá a salir adelante si es capaz de archivar las cuentas del otoño del 2017, pensar en qué hará para no repetir los errores cometidos y maximizar los aciertos y, sin renuncias, admitir que el momentum, la hora, no será mañana. Ni pasado. Cuanto más tarde en hacer su aggiornamiento, su reset, la actualización de su estrategia y sus tiempos en un mundo que vuelve a ser más imprevisible que nunca, más se alejará el momentum.