Una cultura nunca será independiente ni viva si, de vez en cuando, no sufre alguna crisis de identidad; pero si su identidad se basa en exhibir la crisis o la herida permanente esta acabará resultando decorativa, sometida e inservible. Desde los últimos años de procés, la cultura del país se ha echado la siesta en una especie de recesión continua que no podría explicarse sin la rendición de nuestros líderes al poder español. Mientras la política perdía cualquier incentivo de acción y de independencia (es decir, mientras se inculcaba a los ciudadanos que toda participación, revuelta y ansias de cambio de los últimos diez años había sido en vano), la cultura sufría de la misma falta de empuje de quien no puede ponerse en el centro de sus prioridades. Eso no quiere decir que no tengamos excelentes creadores en todos los ámbitos, pero la cultura sin un núcleo de poder está destinada a hacerse preguntas de diván.

Pensaba en este camino de parsimonia autodestructiva hace pocos días mientras seguía desde el sofá la enésima polémica cultural de agosto en Twitter. Protagonizada por la nueva aprendiz de enfant terrible de la tribu, la discusión resucitaba la resudadísima cuestión de si se puede reivindicar como "cultura catalana" aquello que se escribe en español en Catalunya. La discusión, as usual, era del todo estúpida, y no sólo porque la cultura del país (a saber, su conjunto de pautas, creencias y fuentes de imaginario) pueda pensarse y expresarse en catalán, castellano, urdu o mandarín, sino porque la fuente cultural de un país equivale a la libertad ciudadana para ejercerla, y sabemos que una sociedad no dispone de libre albedrío si sus ciudadanos no controlan el poder que emana de la política y del control de las propias instituciones.

Al final, toda cultura es imposición, y nosotros, pobrecitos reyezuelos, ya hace tiempo que no tenemos ánimo de imponernos ni a nuestro propio albedrío

La cuestión del castellano en Catalunya como fuente de identidad nacional regurgita muy a menudo porque la cultura del país ha sido incapaz de admitir que el catalán, como cualquier lengua, es un producto de mercado que para sobrevivir e implementarse en un territorio necesita de un poder que lo incentive. La cuestión no es si un escritor puede sentirse más catalán que la Moreneta escribiendo en la lengua de Cervantes, porque eso del sentimiento cada uno se lo zampa como quiere y es muy poco interesante; el tema es tener claro que la elección de una lengua lleva implícita unas reglas de mercado y se escuda en la presencia más o menos sombría de unos aparatos de poder. Mientras la cultura catalana hace metafísica sobre el sexo de los ángeles, Javier Cercas se fotografía feliz como una perdiz al lado de un Guardia Civil para promocionar su próxima novela. Es normal que el gerundense se acerque a la benemérita, ahora que los monarcas han perdido glamur.

Como nos enseñó el maestro Bauçà, una cultura se tiene que preocupar mucho menos por los medios con que se sirve y mucho más por los misiles que esconde en la cartera. Nuestra patológica cobardía política, entroncada en este presente donde nuestros líderes ya no hablan de independencia sino de si un pobre letrado del Parlament tiene que desobedecer o no una resolución que nadie tendrá el ánimo de cumplir, se traducen en esta cultura que se ha acostumbrado a vivir de la pamema de una eterna crisis identitaria. Así, decíamos al principio, uno se acaba volviendo un objeto inservible que no tiene ni un pobre agente de la benemérita que lo reivindique. Al final, toda cultura es imposición, y nosotros, pobrecitos reyezuelos, ya hace tiempo que no tenemos ánimo de imponernos ni a nuestro propio albedrío. Lo máximo que podemos hacer es contemplar la polémica semanal viendo cómo los poetas piden calor con la carrinclonería de los presos políticos.

Pero no os preocupéis por el futuro, porque si hay una cosa clara es que toda esta decadencia todavía irá a peor, y de la misma manera que los políticos ya se mueven para situarse en el reparto de migajas pseudoautonómico del futuro inmediato, los agentes culturales del país ya se encuentran en plena carrera para ver quién vivirá mejor de hacerse el sordo en la nueva etapa de ocupación. Como nos ha pasado siempre, los agentes de esta existencia mortecina, entre muchas otras lenguas, también se expresarán correctísimamente en catalán. Faltaría más.