La sección de libros del Financial Times llevaba este fin de semana un reportaje sobre las novedades editoriales que el conflicto escocés ha dado últimamente, ideal para darse cuenta del nivel de degeneración prebélica que el debate nacional ha alcanzado en España. El título de la pieza, The invention of Scotland, se inspiraba en un libro de Eric Hobsbawm que tuvo un cierto éxito en los años dorados del relativismo, The invention of Tradition.

Más allá de la provocación y de la opinión unionista del autor, tanto los libros escogidos, como los comentarios que se derivaban, tenían suficiente sustancia para enriquecer los dos imaginarios enfrentados. El articulista reconocía, por ejemplo, que muchas de las condiciones que habían justificado la Unión de Gran Bretaña, como las oportunidades que ofrecía el imperio, la lucha contra el catolicismo y la necesidad de defenderse de las potencias continentales, ya no se daban.

Mientras leía el texto pensaba en columnas que he leído los últimos meses. También pensaba en libros que se han promocionado, como este de Jordi Amat, La conjura de los irresponsables, que se un ejemplo exacto de aquello que critica y que se refugia en una anécdota jurídica para no atender el problema de fondo. El equilibrismo del autor es tan sutil, y a la vez tan desesperado, que llega al punto de obviar que el presidente del TC que ha marcado el discurso legal del proceso hacía campaña por Fuerza Nueva con toda la familia.

Tiene gracia ver que, en Madrid, incluso los columnistas jóvenes escriben como si fueran viejos, mientras que en Barcelona incluso los columnistas veteranos parecen jovencitos ingenuos, con sus indignaciones y sus palinodias góticas y moralistas. A veces parece que el victimismo catalán haya ablandado el cerebro de figuras como Francisco Rico o Javier Marias, que tendrían que tener cierta perspectiva y parecen Mortadelo y Filemón. De otros, la xavacaneria de Pilar Rahola y Antoni Bassas parecen imposibles de explicar sin la represión española.

Hace pocos días vi una portada de l'ABC que resumía de forma genial los niveles de pintorequismo que ha alcanzado el debate entre Catalunya y España: "El CNI descubre el código secreto del imperio español", se leía al lado de una imagen de Fernando el Católico. Si el debate sobre las relaciones entre Barcelona y Madrid tuviera la mitad de profundidad histórica de la que rezumaba el artículo del Financial Times, el diario de los borbones no habría podido pasar por alto la relación entre Nápoles y Barcelona y el papel que los catalanes jugaron en la conformación del imperio.

Si el imperio hispánico no se hubiera montado sobre los restos del imperio catalán, Madrid no necesitaría borrarlo del mapa para ser capaz de retener su poder político. La democracia habría tenido que permitir superar el punto ciego que la disputa por el control de España ha introducido en la relación entre catalanes y castellanos de manera cíclica. Incluso habría tenido que permitir que los principatinos abandonaran el barco dando por perdidas los restos de su inversión, incluida una parte de su nación, sin problemas. Pero nada ha cambiado.

Como siempre, en Madrid son capaces de decir cualquier cosa para seguir mandando y ya sólo la sensación de controlar Catalunya y su pasado histórico en el Mediterráneo los hace sentir imperio. En Barcelona la mezcla de miedo y de superioridad moral que han dejado las derrotas, también hace estragos en la cultura. El debate político, en vez de enriquecer a las dos partes, las va empobreciendo, reduciendo la cultura catalana y española a los límites de la boina de Josep Pla, el escritor que mejor supo navegar entre tanta tontería y que, justamente por eso, no ha podido ser superado ni en Madrid ni en Barcelona.

La cultura es la vertiente seductora del poder, pone método y vaselina a las relaciones humanas y cuando degenera las hostias son seguras. En el momento que el mundo se articula a través de un discurso hegemónico claro, Madrid y Barcelona parecen convergir y, en España, se da un espejismo de convivencia a través de la pedantería. Pero en cuanto Occidente entra en crisis, como pasa ahora, las diferencias nacionales emergen con toda su crudeza natural y, sin ningún cojín|almohada intelectual de grueso|grosor, acarrean el Estado al colapso y al oscurantismo.