Incluso los que no hemos ido nunca a la Patum de Berga esta semana tenemos resaca de Patum. Cuando la cultura popular está viva, tiene un efecto hipnotizante. La plaza de Sant Pere de Berga llena, quemando o saltando, siempre da ganas de identificarse con ella. Incluso los que no hemos ido nunca, cuando llega el jueves de Corpus y las redes se nos inundan de vídeos del Ball de l’Àliga o de los salts de plens, nos sentimos irracionalmente inclinados a declarar que somos eso, que aquel mar de gente extasiada rodeando a los gegants también nos hace. Aun sabiendo que cultura popular y folclore no quieren decir lo mismo, las circunstancias de nuestro tiempo y de nuestra nación han hibridado ambas acepciones. Aunque la primera pone el acento en la popularidad y la segunda en la tradición, no es ninguna tontería decir que, cuando en la Catalunya de hoy se habla de cultura popular, a menudo se habla de folclore. Puede llegar a ser confuso, porque tendemos a pensar que el carácter folclórico es lo que museiza, petrifica y acaba matando un rasgo identitario nacional. Pero en nuestro caso, precisamente porque ambos ya trabajan de manera ambivalente en la cabeza de muchos catalanes, cultura popular y folclore se nutren y se mantienen vivos. Nuestro folclore es popular, nuestra cultura popular es folclórica.

La cultura popular es un vínculo con un lugar, una historia y unos hechos que todavía nos explican algo sobre nosotros mismos que nada más nos lo puede explicar

Nuestras tradiciones llenan las plazas y las calles del país y se hace difícil perimetrar hasta qué punto llega el uno y hasta qué punto llega la otra. Eso puede comportar una tendencia al desequilibrio que desnaturalice las fiestas. La popularización de la Patum, precisamente, es un buen ejemplo para entender hasta qué punto el reclamo de una fiesta puede capar su sentido tradicional. No solo porque todo lo que es masivo puede comportar cambios en la sustancia de aquello que se masifica, sino porque la cultura popular vive del compromiso de los que se implican personalmente con ella. La cultura popular —entendiendo el componente tradicional— no es una instastory, es un vínculo con un lugar, con una historia y con unos hechos que, aunque haya cambiado la estructura social que los preservó, todavía ahora nos explican algo sobre nosotros mismos que nada más nos lo puede explicar. Con la cultura popular nunca sabes del todo hasta qué punto te hace ella y hasta qué punto la haces tú. Estar ahí te transforma porque hace comprender el sentido del arraigo e ilumina los rincones más desconocidos de la identidad. Disfrutarla, sin embargo, no quiere decir hacerla.

El país se vincula a la cultura popular maravillándose cuando su popularidad ya es un hecho y avergonzándose cuando pediría tiempo y esfuerzo volver a llenar la plaza

El país está lleno de gente que ofrece su tiempo para que la tradición no se petrifique. Gente que se enfrenta a los prejuicios que la cultura popular carga. Hablo de la espectacularidad de la Patum y hablo de cada grupo de portadores de gegants y capgrossos, de trabucaires, de castellers, de diablos, de bastoners, de cada grupo sardanista o agrupación de danza y de un larguísimo etcétera, que desde el rincón más pequeño del país, allí donde no llegan las instastories, se enfundan una faja para agradecer y hacerse responsables de la herencia recibida. Hablo de la gente que entiende el valor de la tradición cuando parece que cultura popular y folclore no son híbridos, porque en el esbart cada vez son menos, la plaza del pueblo cada vez está más vacía y nadie recuerda quién es el patrón local. Desde fuera, la Patum enamora por su explosividad, por la facilidad con la que vincula catalanidad y euforia. Berga infunde fe en el país sin mucho esfuerzo. Su popularidad, sin embargo, tiene una cara oscura que —lo escribo de entrada, no es culpa de los bergadanos— es síntoma del trato superficial con que el resto del país se vincula a la cultura popular: maravillándose y consumiéndola cuando su popularidad ya es un hecho y mirándosela de reojo y avergonzándose cuando pediría tiempo y esfuerzo volver a llenar la plaza.

La cultura popular nos une a la comunidad desde una identidad con la que cada uno se vincula individualmente y consigue que la frontera entre lo público y lo privado se difumine cuando quien está en la plaza eres tú

La cultura popular es el mejor ejemplo de que la nación se sustenta en la localidad. Que por todo el país —de los Països Catalans, de hecho— hay una manera de celebrar y una manera de reivindicarse en el espacio público que tiene un denominador común. Que, llegados a este punto, se hace difícil saber si fue el huevo o la gallina: si tenemos una tradición común porque somos una nación o si somos una nación porque tenemos una tradición común. Son la expresión festiva y la expresión política de una misma comunidad. La cultura popular nos une a la comunidad desde una identidad con la que cada uno se vincula individualmente y consigue que la frontera entre lo público y lo privado se difumine cuando quien está en la plaza eres tú. Este vínculo personal, este compromiso que nos mantiene vivos y que desmuseiza la cultura popular, que entiende que la tradición es espina dorsal y no jaula, empieza en la unidad territorial más pequeña. En términos folclóricos, valorar y entender la particularidad es clave para valorar y entender la globalidad. La diversidad folclórica cohesiona la cultura popular del país porque refuerza el relato que es una diversidad común, que teniendo patrones diferentes, imaginería festiva diferente y ropas tradicionales diferentes, hace siglos que compartimos los pilares que nos hacen. Que hace siglos que, colectivamente, hacemos estos pilares. Para seguir viva, la cultura popular del país pide que nos relacionemos íntimamente con ella, que nos comprometamos y popularicemos lo que ha perdido popularidad allí donde estemos. Solo así, que la plaza de Sant Pere de Berga sea el photocall del Corpus podrá preocuparnos menos.