Joan Fuster es, probablemente, el mejor escritor de aforismos de la literatura catalana, algunos de los cuales son auténticas maravillas intelectuales. Están compilados en las Obres completes que publicó Edicions 62 y también hay un volumen delicioso que se titula justamente Aforismes, publicado por Edicions Bromera. También es bastante curioso escuchar la canción “Entre el bé i el mal” de Andreu Valor, construida, enteramente, con algunos de sus aforismos más famosos. De entre todos ellos, hay muchos que explicarían con precisión el momento actual. Por ejemplo: “Sentim una estranya voluptuositat en el fet de descobrir que el nostre adversari és estúpid. Ara: això no arregla res”. O: “Tal com estan les coses, ser català, avui dia, no passa de ser una simple hipòtesi”. O, uno muy famoso: "Tota política que no fem nosaltres, serà feta contra nosaltres". Pero de los cientos que escribió, me quedo con un aforismo muy sencillo que, aparte de bonito, me parece el retrato más preciso de nuestra realidad nacional: "Ningú no s’ha d’enganyar. Dir ‘bon dia’ ja és fer literatura”.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Es decir, ¿cómo han conseguido destruir la memoria compartida de los Països Catalans, aniquilar los vínculos que nos identificaban identitariamente y erosionar el idioma hasta el punto de dejarlo agónico en muchas zonas del territorio lingüístico? ¿Y cómo es posible que en el País Valencià o en las Illes se haya llegado a tal nivel de deterioro de la propia conciencia colectiva para escoger de representantes públicos al españolismo más tronado y al neofranquismo más irredento? Es cierto que las preguntas tienen un aire retórico, porque es evidente que el nacionalismo español ha trabajado infatigablemente para destruir la identidad compartida de la vieja Corona de Aragón, tanto como lo ha hecho para coartar, violentar, prohibir y destruir el idioma común. Desde la llegada de los Borbones, esta ha sido una constante obsesiva y minuciosa que, por debilidad nacional obvia, no hemos podido resistir. No se trata solo de las dos dictaduras del siglo XX —especialmente la franquista, un hito prioritario de la cual era justamente nuestra destrucción nacional—, sino también de un siglo XIX muy efectivo en la segregación del catalán y en la fragmentación de la memoria unitaria, especialmente virulento allí donde la demografía era más vulnerable. Los decretos de Nueva Planta tenían una función muy bien dirigida: destruir las instituciones, menoscabar las leyes propias y uniformizar el idioma. La famosa canción de Raimon, "qui perd els orígens, perd la identitat", que tan bien intuían los funcionarios que redactaron los decretos felipistas: había que destruir los orígenes para aniquilar la identidad. Y cada vez están más cerca de conseguirlo.

Las naciones se deterioran siempre por la periferia, pero, como la gangrena, llegan al corazón

Sin embargo, y una vez señalado el papel destructivo del nacionalismo español, que evidentemente es el principal responsable de nuestra decadencia nacional, hay que volver a preguntarse ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Porque también hay responsabilidades que no vienen de los ultristas y los franquistas de vieja o nueva añada, sino de otras filas más simpáticas. Por ejemplo, la responsabilidad directa del socialismo español y, con este, de toda la progresía española, que, desde la Transición, ha sido cómplice directo de la erosión del catalán y de la fragmentación de todo el territorio nacional. Se han hecho leyes que nos han separado, se ha permitido el deterioro progresivo del idioma allí donde era más débil, se ha politizado demagógicamente el hecho identitario y se ha sustituido intencionadamente el marco identitario catalán por un marco madrileño que ha dominado el relato. El ejemplo más notorio de ello ha sido la queja que hacen los socialistas valencianos asegurando que no han conseguido hablar de las mejoras que han implementado, porque el debate no era sobre los temas valencianos, sino los españoles. Cierto, ¿pero quién ha impedido un marco mediático catalán/valenciano/balear? ¿Quién ha permitido que se sustituyera por el marco mediático madrileño, que es el que ha marcado el relato en el País Valencià y en las Illes, y también en parte en Catalunya?

Seamos claros: la progresía española ha sido cómplice directa y constante de la destrucción de la unidad identitaria de los Països Catalans —desde el minuto uno de la Transición—, y ha sido cómplice directa y constante de la agresión sistemática al idioma. No eran los franquistas solo, no eran los fachas de turno, era la progresía española, siempre más española que progresista en cuestiones nacionales. Es cierto que el trabajo que ha hecho a favor del catalán la Generalitat progresista, que ahora será sustituida por este Frankenstein pepero voxero, ha sido importante. Pero también han sido timoratos, miedosos, siempre con la marcha atrás puesta, permitiendo que el relato español fuera conquistando el espacio. Y por el lado catalanista, también es evidente que a menudo se han utilizado los Països Catalans como bandera retórica, con la misma facilidad con la que hemos abandonado la causa. También aquí hay una responsabilidad de peso, que ahora nos revienta en la cara.

En este punto, solo hay que esperar a que el desastre cósmico que representarán los nuevos gobiernos baleares y valencianos —ambos obsesionados en destruir el catalán— nos haga reaccionar a todos. A los isleños y a los valencianos, cuya nación se está deshaciendo como el azúcar, con el idioma diluyéndose en el café español. Y a los catalanes, porque nos jugamos nuestra supervivencia. Las naciones se deterioran siempre por la periferia, pero, como la gangrena, llegan al corazón. Por eso hay que repetir la idea central de nuestra lucha nacional: no es una lucha para tener un estado, es una lucha para salvar la nación, la lengua, la memoria, la identidad. Por eso quieren destruir la nación, porque si no hay nación, no hay causa.

Acabo con otro aforismo de Joan Fuster: “El que mana vol que els manats siguin dòcils. Hem de partir d’aquesta obvietat”.