La lengua propia de Catalunya es el catalán. El catalán es, junto con el castellano, la lengua oficial de Catalunya. Todas las personas, en Catalunya, tienen el derecho de utilizarlo. Los ciudadanos de Catalunya tienen el derecho y el deber de conocerlo. Los poderes públicos deben establecer las medidas necesarias para facilitar el ejercicio de los derechos de utilizarlo y conocerlo y el cumplimiento del deber de conocerlo. No puede haber discriminación por el hecho de usarlo. Todas las personas tienen derecho a ser atendidas oralmente y por escrito en la lengua oficial que elijan en su condición de usuarias o consumidoras de bienes, productos y servicios. Las entidades, las empresas y los establecimientos abiertos al público están sujetos al deber de disponibilidad lingüística, que significa conocer necesariamente ambas lenguas.

Estas son, esquematizadas, algunas de las cosas sobre la lengua catalana que dice el Estatut que vio la luz en 2006, concretamente en los artículos 6 y 34, una vez recortado por el pacto entre José Luis Rodríguez Zapatero y Artur Mas —uno, presidente del gobierno español, el otro, en la oposición en Catalunya— y pasado por la criba del Tribunal Constitucional (TC). Un Estatut aprobado como ley orgánica española de obligado cumplimiento, por tanto, por todos los ciudadanos de España, incluidos los castellanohablantes y las formaciones políticas a las que no les gusta —sobre todo PP y Vox—, pero a las que la ley obliga exactamente en la misma medida que al resto. A partir de ahí, todo es muy claro y muy sencillo: cualquier persona, en Catalunya, tiene el derecho a expresarse en catalán, su interlocutor, sea público o privado, tiene el deber de atenderlo en catalán —que solo quiere decir, eso sí, entenderlo en catalán, ni siquiera tener que hablarlo—, de manera que no tenga que cambiar de lengua, y las autoridades perseguirán las conductas que no vayan en esta dirección porque nadie puede ser discriminado por el hecho de utilizar el catalán.

¿Qué parte no entienden todos los que defienden al propietario de una heladería de Barcelona, regentada por un argentino, por no querer servir a un cliente por expresarse en catalán? La queja no es porque el establecimiento atienda en castellano, como han hecho correr expresamente las malas lenguas, sino porque se niega a atender en catalán y, encima, lo hace acusando al cliente de "maleducado por hablar en catalán" porque "estamos en el reino de España", según denunció la pareja de la persona objeto de este maltrato, que resulta que es el concejal del distrito de Gràcia de ERC Guillem Roma. Es un caso patente de discriminación lingüística y de catalanofobia. Sin embargo, y después de que la heladería apareciera con pintadas y adhesivos de protesta por la actitud del propietario, ha provocado una oleada de solidaridad de otros ciudadanos argentinos que se encuentran tan inadaptados a Catalunya como él. Y se han apresurado a sumarse al coro los paladines de la persecución política del catalán, que en estos momentos, tras el legado de Cs, son precisamente PP y Vox, dispuestos a hacer lo que haga falta si de ir contra la lengua catalana —como lo están demostrando en el País Valencià y en las Balears— y contra Catalunya se trata.

El choque ha venido propiciado por el hecho de que cada vez hay más catalanes que, a diferencia de no hace mucho, se niegan a cambiar de idioma ante personajes que muestran su intolerancia y su desprecio hacia la sociedad que los acoge, en este caso, la catalana, que, por mucho que pertenezca administrativamente a España y que forme parte de ella por la fuerza de las armas y el derecho de conquista, o precisamente por esto, es diferente de España. Son los efectos de la campaña Mantinc el català, que se va extendiendo como una mancha de aceite, como aquel que no quiere la cosa, por todo el país, porque cada vez hay más gente, aunque todavía no la suficiente, cansada de tener que dejar de hablar en catalán en su casa y que se resiste a pasarse al castellano, y más si es por imposición. Catalunya es hoy un pedazo de la España no asimilada que, más de trescientos años después de la derrota de 1714, continúa de pie a pesar de los reiterados intentos de aniquilarla y pelea por sobrevivir en medio de un ambiente en estos momentos especialmente hostil.

Ante este caso, y otros, de discriminación flagrante de la lengua catalana que por desgracia se reproducen demasiado a menudo, habría que esperar que el gobierno de la Generalitat procediera en consecuencia, los analizara a fondo y aplicara las sanciones correspondientes, tan contundentes como fuera necesario, incluida la eventual clausura del establecimiento. Eso es lo que pasaría en un país normal, pero en Catalunya, no; el gobierno se desentiende, y no solo esto, sino que en el caso concreto de la heladería catalanófoba del barrio de Gràcia de Barcelona, lo que ha hecho, encima, es rechazar las protestas y lamentar el boicot que se le ha organizado. El mundo al revés. El gobierno, ahora en manos del PSC, no reacciona contra quien infringe la ley, que es lo que ha hecho el propietario argentino del local, que se ha sabido que prohibía incluso que los trabajadores hablaran entre ellos en catalán, y deja que siga actuando con total impunidad. El resultado es que lo que había costado tanto conseguir se pierde en un santiamén.

Cada vez hay más gente, aunque todavía no la suficiente, cansada de tener que dejar de hablar en catalán en su casa

Claro que a estos efectos, sin embargo, la situación no ha variado mucho, porque los gobiernos anteriores, de ERC y de JxCat, y antes, de CiU, tampoco habían hecho nada, no habían aplicado las sanciones que prevén las leyes y habían permitido que todo el mundo se saltara la normativa a la torera. Habían renunciado a intervenir para evitarse problemas en un terreno especialmente delicado, como lo es siempre el de la lengua, que afecta directamente a los sentimientos de la persona. Y es que la única realidad es que en Catalunya de problema lingüístico no ha habido nunca mientras los catalanes han callado, no se han quejado y han cambiado mansamente de lengua, pero a la que han dicho basta, los españoles se han subido por las paredes y el problema, ahora sí, está servido. Es la consecuencia de no claudicar, pero seguro que para la salud del idioma es mejor así. El hecho, en todo caso, ha llevado al primer plano un debate que hace tiempo que estaba latente y que por fin se manifiesta sin subterfugios: la falta de integración en Catalunya de la inmigración sudamericana.

Por regla general, los inmigrantes sudamericanos consideran que con la lengua castellana, que ahora es la suya materna, tienen suficiente para moverse por España, la madre patria que les aniquiló las lenguas autóctonas y les impuso también manu militari la castellana. Y con el paso del tiempo ellos han adoptado la misma posición imperialista de quien les colonizó y se comportan con la misma prepotencia y el mismo desprecio hacia las minorías, como lo es en este caso la catalana. Si con el castellano tienen suficiente, ¿por qué deben tomarse la molestia de conocer otra lengua? ¿Por respeto, quizás? Pero eso es justamente lo que no tienen los que actúan como el propietario de la heladería. No todos los sudamericanos, ni todos los argentinos, no obstante, son iguales. En Catalunya, de hecho, hay muchos inmigrantes argentinos, algunos ilustres, otros anónimos, que tienen una conducta ejemplar, que se han integrado sin ningún tipo de aspavientos y que se sienten unos catalanes más.

El episodio recuerda el tristemente famoso sonsonete del "habla en cristiano" que durante el franquismo perseguía a todo el que en público hablaba en catalán. Parecían tiempos pasados, pero la heladería de Gràcia o la representación de Esas latinas por parte del grupo de teatro amateur Teatro Sin Papeles recuerdan que el odio contra los catalanohablantes, contra los catalanes y, de hecho, contra Catalunya, la catalanofobia, en una palabra, están más vivos que nunca. Son dos ejemplos claros de delitos de odio que, como tales, deberían ser perseguidos. En el caso de la obra de teatro han sido los abogados de Acció Cassandra los que han presentado una denuncia por este motivo, ante la lastimosa inhibición del gobierno catalán.

Se trata de ataques, en definitiva, contra la minoría nacional catalana, contra lo que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) definió como un Grupo Objetivamente Identificable de Personas (GOIP). Y si juristas como el juez Guillem Soler o el abogado Gonzalo Boye consideran que esta es la clave para la defensa de la identidad catalana, quizá iría siendo hora de ponerse en marcha e ir haciendo vía —cuando se han cumplido ochenta años, por cierto, de la presentación de El cas de Catalunya a la Organización de las Naciones Unidas (ONU)—, porque lo que es seguro es que lo que no haga la gente por su cuenta no lo harán ni el gobierno ni los partidos catalanes, como bien lo demuestran cada día.