Seguramente, el 8 de marzo dejará de tener sentido o, cuando menos, se celebrará, sólo, en conmemoración de la historia, cuando todas y todos nos sintamos mujer. No hablo de una cuestión de sexo sentido, sino de poder meternos en la piel de lo que significa ser mujer hoy en día. Y no sólo una mujer; además, cualquier tipo de mujer.

Cuando una cosa nos conmueve especialmente es porque sentimos en nosotros mismos una especie de pulsión que nos hermana con el otro, normalmente con su sufrimiento. Ahora nos está pasando esto con la guerra y, en cierto modo, ayudamos no sólo porque sea de razón, o de justicia, o por solidaridad, sino porque pensamos que nos podría pasar a nosotros. Lo que no dejo de preguntarme es por qué necesitamos una guerra o una tragedia de una magnitud tan grande, ya no digo parecida, para poder empatizar con el sufrimiento del otro de manera masiva y contundente. También me pregunto con qué tipo de sufrimiento empatizamos y me viene demasiado a menudo a la cabeza que sobre todo es con aquel que puede alterar o amenazar, aunque sea de manera indirecta, nuestro estilo de vida. Y en el tema de la desigualdad de género, aquí hemos tocado diana.

Cuando llego a esta conclusión veo mucho más lejos la lucha por la igualdad entre mujeres y hombres, porque sé que en el fondo sí que va de estilo de vida, de cambio de la manera de vivir y que en este cambio la amenaza reside en el hecho de que el 50% de la población perderá una organización social y una vida que les favorece o, en todo caso, en la que se han acomodado muy bien. De aquí que las cifras recurrentes de la brecha salarial o la violencia machista dejen a una gran mayoría ―a la mitad de la población― indiferente, más allá de alguna declaración puntual y misericorde.

¿Qué camino tenemos para conseguir la igualdad? Uno difícil, eso también ha quedado claro y por eso tantos años de lucha feroz con resultados poco exitosos

De esto no hablamos, pero tras las pérdidas en bienestar, en oportunidades de las mujeres, está la ganancia de los hombres, exactamente en la misma medida. Una ganancia en el mercado laboral, en las oportunidades en todos los ámbitos de la vida, en todo lo que signifique poder, en el proyecto de vida considerado preciado o exitoso en el mundo que vivimos. Una visión en la que no se habla de pérdidas, aunque las haya; pérdidas para los propios hombres y para la sociedad en general, para el modo de vivir también. Y hay pérdidas, muchas, aunque se contabilicen a la baja o directamente se invisibilicen.

La propia guerra es el resultado de este tipo de sociedad, y la violencia en general. Las mujeres, sin embargo, también en una guerra, tenemos más que perder que los hombres, por civilizado ―me da manía la palabra― que sea el conflicto. De hecho, nuestra civilización no tiene nada de urbanidad con nosotras, las mujeres, ni en tiempo de paz ni en tiempo de guerra, y, tampoco, en tiempo de covid. Todo eso ya ha quedado muy claro, aunque haya quien sigue mirando hacia otro lado.

Así pues, ¿qué camino tenemos para conseguir la igualdad? Uno difícil, eso también ha quedado claro y por eso tantos años de lucha feroz con resultados poco exitosos, aunque ninguno de todos los conseguidos sea prescindible. Es otro tipo de guerra, ciertamente, pero no deja de serlo por mucho que sea sorda, de larga duración, larvada y no declarada abiertamente. Y no hablo de la minoría que ahora hacen bandera de ella, sino de todo el resto que ya les está bien estar en la retaguardia; escondidos en la cómoda trinchera de la masculinidad al uso. Una guerra diaria que sólo necesita la empatía ―no entendida por el lado de la compasión y la piedad― hacia la mirada de género. Ponerse en la piel de las mujeres por un día ―para empezar, claro― y ver el mundo con ojos de mujer. Eso no se puede hacer, sin embargo, en sentido figurado: para que sea de verdad, exige ir vestido de mujer, porque lo que te pone en tu lugar es cómo te tratan los hombres a la que identifican que no eres uno de ellos.