No esperaba, no os engañaré, que el discurso de Pedro Sánchez, el presidente del gobierno español, me gustara, pero tampoco esperaba que fuera tan decepcionante y menos todavía tan ofensivo. Claro que ya lo tiene la poca gracia que, queriendo denigrar al otro, solo te denigras a ti mismo. Si te pones a hacer teatro, hazlo del bueno, y más todavía en el Liceu. Ya puede ir repitiendo “estamos donde estamos”, en catalán, tantas veces como quiera que lo único que queda claro es que los discursos los hace de remiendos —parece, por lo que dicen, como la tesis doctoral—  y, por supuesto, el resultado se resiente de la falta de consistencia y del poco conocimiento de base. De hecho, esto no es patrimonio del presidente del Gobierno de España, seguramente el discurso se lo han escrito; es un signo, no un buen signo, de los tiempos que corren.

Su “estamos donde estamos” también ha dejado claro que no entiende el catalán, por mucho que le parezca que traduciéndolo al castellano ya lo tiene todo arreglado. No, no es fácil ni automático; se le escapan los matices, se le escapa la cultura, se le escapa todo a quien tiene como único modelo posible el español y solo le queda un sin sentido difícil de tragar. Quizá llegará el día en que entenderán que no haber respetado como Estado, aparte del castellano, las lenguas oficiales que recoge la Constitución española ha sido una pérdida mayor para ellos que para los y las hablantes de estas otras lenguas; a pesar del ahogo al que nos han abocado. Pero, eso, ahora, no es central.

No desgranaré su discurso, solo quiero señalar que me parece que me costará olvidar las amenazas veladas en las referencias a la vida de los presos —el 9 ha sido omnipresente—, las del resto de ciudadanas y ciudadanos que están en procesos ya abiertos, o los que se seguirán abriendo, no cuentan. Y, también, sobre los fondos europeos. Ya sé que no se pueden poner al mismo nivel una y otra cosa, pero el nivel de simplificación del discurso ha sido este.

No se puede ser más ramplón, no se puede tener menos discurso político que este y, sobre todo, no se puede ser más estúpido si en el siglo XXI todavía no se ha entendido que el amor de mentira no solo sabemos que no nos sirve de nada, sino que hemos aprendido que es la trampa que más nos esclaviza

Y por supuesto, lo que no quiero obviar es lo peor de todo, el paternalismo: tanto en el tono como en las palabras utilizadas. Es cierto que, quizá porque soy mujer, el paternalismo lo veo venir por avanzado, supongo que como muchas mujeres por experiencia de vida. Ahora, tampoco era difícil, en este caso, porque desde que el gobierno español ha puesto sobre la mesa los indultos —previendo el batacazo que les viene de Europa—, las declaraciones de Iceta y llla —y no únicamente ellos— ya nos han puesto sobre aviso de la generosidad que estaban dispuestos a desplegar desde su autootorgada superioridad moral.

Nos perdonan la vida, porque son magnánimos, porque tienen “la” razón, pero son buena gente y más ahora con la Covid-19, que se supone que nos ha enseñado una lección de vida a todas y todos. La lección que yo he aprendido os aseguro que no es la que ellos han aprendido, por género, por clase social, por país... ¡Cómo se puede ser a estas alturas un político más tronado que una mala telenovela! Es exactamente que tienes que vigilar qué miras —y en las cadenas españolas, en conjunto, el panorama no es demasiado allá.

Pero la guinda del discurso, al acabar: nos aman. Pues, no me ames, respétame. No se puede ser más ramplón, no se puede tener menos discurso político que este y, sobre todo, no se puede ser más estúpido si en el siglo XXI todavía no se ha entendido que el amor de mentira no solo sabemos que no nos sirve de nada, sino que hemos aprendido que es la trampa que más nos esclaviza. Yo sé dónde estoy, presidente del gobierno, pero usted, y se lo digo con todo el respeto, no tiene ni puñetera idea.