Estoy segura de que hoy empieza el final de una época, y así quedará reflejado en los libros, cuando se tengan de periodizar las diferentes etapas de la historia política de España. El juicio a las y a los políticos, y no políticos, del proceso catalán de independencia marca el fin del proyecto de democracia español construido después de la dictadura. El final de este mismo juicio, no tanto por el resultado jurídico del mismo, que también, sino por las consecuencias sociales y políticas que ya ha generado de avanzadilla y que ratificará en su conclusión, determinará cuál será la España del futuro más inmediato y también del mediato. Y, seguramente, de bastantes años más.

No me refiero a si Catalunya seguirá siendo española o no. Esto, que es muy importante, deja de serlo ante el recorte de derechos fundamentales que ya se ha establecido como normal en el marco de actuación política española. Me refiero, directamente, a la normalización del discurso y de los preceptos, y también de los temas caballo de batalla, de la ultraderecha, que se han alimentado y se han hinchado de manera totalmente irresponsable por todas las fuerzas políticas españolas ―por omisión o acción― y la mayoría de los medios de comunicación para luchar contra todo lo que se propone en Catalunya. No hemos de olvidar que esto no es de ahora, no empieza con el procés, ni siquiera con el Estatut de 2006; está en la raíz del mismo pacto de la Constitución española, que ya decreta los temas icónicos del franquismo como intocables.

La España real es la de la foto de la manifestación del domingo en Madrid; ganan porque no dejan de insistir y porque los que supuestamente no están de acuerdo no se significan

Ahora bien, aunque se hace difícil hablar de cosas positivas con miembros elegidos democráticamente y activistas sociales pendientes de sentencias de prisión, los acontecimientos han ido dejando bien claro que los deberes no se habían hecho. Y no puedes solucionar un problema si no lo visibilizas. Hasta aquí la positividad. El ejército no se ha significado, más allá de lo que hemos visto en temas de género y alguno que otro despropósito, pero la base es la misma. El resto de cuerpos de seguridad del Estado y la judicatura nos han dejado bien claro, estos últimos tiempos, con sus actuaciones que no son instituciones sociales públicas que asuman estar en un país democrático ni que quieran serlo.

Evidentemente, no quiere decir que todas y todos sus integrantes no sean demócratas y se comporten como tales, sino que sus dirigentes lo sean y la misma institución se distinga por una escrupulosa observación de los preceptos democráticos; la ley incluida. Eso no sería tan peligroso y no estaría tan arraigado y no sería tan difícil de cambiar si los dirigentes políticos de turno ―y en este caso lo hago extensivo a todas y todos los que lo han sido― hubieran puesto remedio a la situación. Pero han hecho todo lo contrario, aprovecharla para sus intereses partidistas cuando la oportunidad se ha producido y así han ido fortaleciendo la herencia predemocrática que se asume y se defiende como si fuera esta la única normalidad honorable, moral y ética.

De momento, la España real, por mucho que sólo fueran 45.000 o 200.000, es la de la foto de la manifestación del domingo en Madrid. Ganan, a pesar del pinchazo en la convocatoria, porque no dejan de insistir y porque los que supuestamente no están de acuerdo, si es que hay, no se significan. O como Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno, ante la amenaza claudican. Por mucho que hoy anuncien que se trasladarán los restos del dictador Francisco Franco, todo el mundo sabe que se echó atrás una mesa de negociación porque la derecha tripartita no quería que la hiciera. Gobernar así sí que deja claro que sólo tenía ganas de ostentar el título.