La Covid-19 nos ha enseñado muchas cosas, más de las que pensamos y la mayoría de ellas no esperadas, ni por nosotros, ciudadanas y ciudadanos de este estado, ni por la clase política. Cierto es que no sólo ha sido el coronavirus, y el nombre no podía ser más providencial, lo que ha puesto en evidencia los problemas del sistema en el que vivimos, lo que ha sido especialmente rutilante en el firmamento es la inoperancia del sistema político establecido.

Es fácil y cómodo pensar que han sido los miembros del gobierno únicamente los responsables del desastre y de la negación de la congestión del mismo; pero ciertamente, y no quiero sacudirles de encima las responsabilidades propias, la cuestión es de fondo;,va mucho más allá. Para que nos entendamos, es lo mismo que pensar que cambiar de rey lo soluciona todo, cuando el problema real es la monarquía como institución. ¿Quiero decir con ello que tengamos que dejar de estar gobernados? Por un monarca, sí; por un gobierno escogido democráticamente, no. En todo caso tenemos que construir un sistema diferente al actual.

Por muchas razones, porque la regeneración democrática ya es más que urgente en todos los ámbitos institucionales, pero especialmente porque lo que la Covid-19 ha dejado bien claro es que la centralización no ha funcionado, todo lo contrario, las decisiones apartadas de las características específicas y las diferencias territoriales han sido la mejor manera de alimentar la epidemia. Incluso aquellas y aquellos que piensen que estas necesidades diferentes eran conocidas y no observadas y reconocidas por una cuestión de posicionamiento político también tendrán que concluir que, por intención o por omisión, la dirección desde el centro no funciona. El repliegue de competencias, menos, y la capitalidad de Madrid todavía menos. Si es que pensamos verdaderamente en lo que importa: las personas y su vida. Todas claro, no sólo algunas.

Y eso no sólo es verdad ya para los catalanes y catalanas —lo sé, siempre nos estamos quejando de eso, pero os aseguro que no es por vicio—, lo es también para los que viven en Andalucía, para los que viven en Valencia, para los que viven en Mallorca, para los que viven en Múrcia... Se ha puesto en evidencia en el reparto de recursos de todo tipo: mascarillas, test, respiradores, etc.; y se ha puesto de manifiesto crudamente en el calendario y en el tipo de medidas tomadas. Hasta el punto de que un presidente de la Generalitat, no de Catalunya, ha dicho que la Covid-19 sí que entiende de fronteras y que en Illes Balears se hayan encerrado como si tuvieran, más allá del límite que supone el propio mar.

La Covid-19 ha puesto en su lugar la importancia de las fronteras no para separar en el sentido político que se ha estado utilizando hasta ahora, sino para proteger en el sentido de reglamentar con coherencia un territorio determinado. Y eso que yo soy partidaria de abrir fronteras y no cerrarlas, pero en todo caso nunca me creo las milongas de aquellos que defienden una frontera, la suya, la que los conviene, y en cambio no quieren otras. También ha puesto sobre la mesa que unir no es nada sino se hace con igualdad y respeto por el otro. Sólo puede estar unido aquello que está en igualdad, en caso contrario únicamente es sometimiento. Sólo se puede estar unido si los intereses y realidades de todo el mundo son contemplados y respetados; en caso contrario no es unión, es apropiación de unos y explotación de otros. No se puede regentar un país si lo que interesa es sólo salvar la capital, en un sentido u otro, y el resto del territorio sólo pasa a ser subsidiario. La Covid-19 no entiende de nacionalidades, ni de patrias pero sí que su expansión y progresión las ha dejado bien claras dentro del propio estado español.