El 14 de marzo del año 2020, que ahora parece muy y muy lejano, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, decretó un estado de alarma que nos encerró (a la mayoría) en casa. Ahora quizás nos parece que lo que ha pasado en estos dos años ha sido normal, pero es precisamente todo lo contrario. Por mucho que el concepto de nueva normalidad hiciera furor y captara a tantos adeptos.

Si el miedo y la mascarilla nos dejan respirar, veremos que necesitamos, a pesar de la vorágine de la actualidad en la que vivimos, reflexionar sobre dicho periodo y todas sus consecuencias. Aunque sólo sea para que no se convierta en un agujero negro. No sé si hemos aprendido algo, o si cada uno ha aprendido algo diferente, pero colectivamente hay que hacer un balance veraz de lo que ha pasado, empezando por el número de muertes y pasando por los efectos en la salud mental y hasta llegar a la economía que ha dejado la covid-19 en nuestras vidas.

Es sano, e imprescindible en democracia, evaluar las decisiones, por mucho que estas sean de emergencia. La buena gobernanza no se puede permitir no dar explicaciones a la ciudadanía

El Gobierno, la administración del país, nos lo debe y no les tendríamos que dejar pasar de puntillas sobre las decisiones que han tomado. Es nuestra vida la que está en juego, y no lo digo en un sentido figurado y punto y tampoco me he equivocado con el tiempo verbal. Es sano, e imprescindible en democracia, evaluar las decisiones, por mucho que estas sean de emergencia. La buena gobernanza no se puede permitir no dar explicaciones a la ciudadanía sobre temas importantísimos, y no hablo sólo de la familia real. Todas las explicaciones que haga falta y del tipo que sean, siempre que estén alineadas con los hechos y la transparencia. Transparencia que tiene que guiar a los cargos públicos y que parece que en el estado español ni se la espera, menos se la reclama y nadie la considera imprescindible. No hace falta que me extienda con lo que pasa con las comisiones de investigación en el gobierno del reino.

Ciertamente, tengo un posicionamiento crítico sobre muchas de las medidas que se han tomado, pero eso no quiere decir que tenga razón. De hecho, me gustaría no tenerla, pero los interrogantes son más que pertinentes ―siempre lo son― y los datos divergen demasiado entre países como para que no hagamos un análisis riguroso. Quien no lo quiera ver por este lado tiene que tener claro que, en cualquier caso, si todo se ha hecho bien ―o en su defecto no se podía hacer otra cosa―, debemos conocer el protocolo resultante y su evaluación por si nos volvemos a encontrar en unas circunstancias iguales o parecidas.

Las palabras son importantes, determinan la realidad, y me parece que es especialmente significativo que se declarara un estado de alarma que, seguramente, aunque tampoco lo sé, estaría justificado al principio por el desconocimiento del embate. Ahora, uno de los grandes problemas ha sido, precisamente, que en pleno siglo XXI ―y con todo el conocimiento del que disponemos― no hayamos sido capaces de dejar de actuar desde la alarma y pasar a hacerlo desde la reflexión fundamentada.