He tenido que leer la noticia —de hecho, el titular— dos veces por si lo había entendido mal, pero no he tenido suerte: es verdad que —mañana cuando escribo y hoy cuando leéis esto— habrá un acto parlamentario en las Cortes españolas al que irá Felipe VI.

Entrará además por la puerta grande, la de los Leones, para que el mensaje a la ciudadanía quede bien claro, nunca mejor dicho, de entrada. No sé qué dirá, y no penséis que me muero de ganas de oírlo, lo único que querría es ahorrármelo y, especialmente, que el estado del país en el que vivo fuera lo que no es: un estado democrático digno del siglo XXI.

Quien piense que me molesta todo lo que hace el Rey quizá no se equivoque, pero que sea protagonista en una conmemoración en el Congreso de los Diputados del 23-F, me toca especialmente las narices.

No por nada, porque visto el papel penoso que está teniendo la corona en todo tipo de situaciones políticas y no políticas —podemos hablar también de los estudios de Leonor—, no es que me parezca fuera de lugar, es que me parece querer incendiar, todavía más, las calles.

¿Qué haremos ver mañana, que el rey Juan Carlos, gran protagonista de los acontecimientos, según el relato oficial de la historia convenida, no ha hecho lo que ha hecho, no está donde está? ¿Haremos ver también que sabemos qué pasó el 23-F más allá de las tonterías que nos han llegado a explicar? ¿Tenemos claro el papel de cada quién en aquella noche y los días previos, especialmente también el del rey? Porque ningún gobierno ha querido ser transparente en este asunto, como en tantos otros, ciertamente, y tenemos que esperar al año 2030 para que se desclasifiquen —y ya veremos cuántos han desaparecido— los papeles secretos del 23-F.

Sólo hay que comparar qué ha pasado con las y los políticos catalanes en prisión por una reivindicación política pacífica y democrática y los militares que se alzaron con tiros y tanques el 23-F

¿Qué es lo que celebraremos exactamente? ¿Una victoria de la democracia? Pues ya me diréis cuál, porque no acabo de verlo claro; y, ciertamente, miro. ¿Quizá enalteceremos que quien hace un golpe de estado, o lo intenta, en España va a la cárcel? Pues incluso aquí tenemos problemas de definición graves; sólo hay que comparar qué ha pasado con las y los políticos catalanes en prisión por una reivindicación política pacífica y democrática y los militares que se alzaron con tiros y tanques el 23-F. Si queréis, podemos empezar por el tema de las medallas, las pagas y los homenajes.

Yo recuerdo muy bien el 23 de febrero de 1981, estaba estudiando para un examen de inglés, pero lo que me acompaña de aquella fecha, aparte de ciertas imágenes de televisión, es el miedo y el silencio de mi casa y de mi barrio. Esto es lo que me penetró en los huesos. Fue la sombra del alzamiento y de la posguerra de las generaciones mayores la que me cayó encima.

Cómo es posible que la izquierda española actual se doble a la monarquía de esta manera, ¿que no les han explicado la historia sus padres y madres, abuelas y abuelos? Todavía hay muchas y muchos vivos, que aprovechen para preguntar; aunque ni eso tendría que hacer falta si realmente son socialistas, o comunistas, o anarquistas, o ya no sé qué. Cómo es posible que se arrodillen ante un rey o reina; de este o de otro, del que sea.

La izquierda española no solo convive con la monarquía —de hecho, no sé de quién ha partido la idea de este acto—, pero da igual, porque uno de los trabajos principales del gobierno español es sostenerla y blanquearla. ¿Cuántas iniciativas de transparencia o de rendimiento de cuentas en relación a la casa real ha vetado el Parlamento español en democracia? ¿Y en esta última legislatura? Todas. Más claro, agua.