Desde el jueves, con no pocas reconstrucciones arbitrarias de la realidad, estamos viviendo en vivo y en directo, tal como toca, en pleno siglo XXI, la invasión de Ucrania por parte de Rusia.

No hay que ser un experto en Derecho internacional para establecer que esta invasión constituye claramente el ejemplo paradigmático del crimen de agresión previsto en el artículo 5. 1. d) del Estatuto de Roma, y desarrollado en el artículo 8 bis, según las llamadas Enmiendas de Kampala. En efecto, en el 2010 se desarrolló lo que no se había podido hacer con la redacción originaria del Estatuto de Roma en 1998.

La agresión de Rusia es un delito penal contra la comunidad internacional. Y Putin es un criminal de guerra con todas las letras. Ya puede decir lo que quiera, que si las repúblicas secesionistas del este de Ucrania, que si Kiev practica el genocidio sobre la población de estas repúblicas... Puede decir lo que quiera. Todo es mentira: no hay ni una sola prueba de estas prácticas.

Y, en el supuesto de que hubiera alguna, la invasión directa por parte de un país que se ha constituido en policía del territorio de otro no es la vía. Hay mecanismos, incluso más allá de los diplomáticos, como sería una intervención armada ordenada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, del que Rusia es miembro permanente. Y sin llegar aquí, está el mecanismo del que se hizo un uso espurio por parte de Estados Unidos para empezar la guerra de Corea en 1950. Tenemos instituciones internacionales para dirimir, en un sentido amplio, controversias internacionales: desde acciones ante el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, delante del Tribunal Penal Internacional o los mecanismos regionales de seguridad.

Nos encontramos, sin embargo, ante una de las frecuentes paradojas que nos regala el Derecho internacional o más propiamente la comunidad internacional. Una conducta humana, perfectamente identificable y atribuible a una persona o a personas que violan una norma, violación que comporta la imposición de una fuertísima sanción penal. Pero no llega ni a ser ni unas tristes cosquillas para los interesados.

En efecto, Putin y su cohorte de corresponsables criminales, ni se inmutan por las serias y gravísimas previsiones del Derecho penal internacional. Ni Rusia, ni Estados Unidos, ni China, pero tampoco, por ejemplo, ni Turquía, ni Israel han firmado el tratado de 1998 por el que se puso en pie el Tribunal Penal Internacional. A ver a quién es el bonito o bonita que se acerca a Washington, Moscú, Pekín, Jerusalén o Ankara y detiene a sus (ex) mandatarios por un buen puñado de delitos contra la comunidad internacional, algunos de los cuales están en vigor desde hace décadas.

Los dirigentes de estos estados -y de otros- no sufren en lo más mínimo por si se pusieran en marcha los tratados internacionales, aunque no estén firmados por ellos. Ciertamente, la entrada en vigor de un tratado depende de un determinado número de firmas y el Estatuto de Roma hace casi 20 años que está en vigor. Pero en este caso del delito de agresión, la actuación del fiscal internacional queda supeditada a la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU. Volvemos a la paradoja: estados no signatarios del Estatuto de Roma, pero que son miembros permanentes del Consejo de Seguridad o tienen allí a amigos íntimos, nunca serán perseguidos, y nunca lo han sido, como demuestra la experiencia. Con el zapato o con el pulgar hacia abajo, el miembro permanente dicta su veto, y se acaba la fiesta.

Una serie de países, de hecho o de derecho, se comportan como el amo o el hijo del amo. Así tenemos líos como los de Centroáfrica, Oriente Medio o, mira por dónde, el Cáucaso, conflictos enquistados y permanentes con los que se practica una acomodaticia convivencia. En este contexto, a pesar de ser evidente incluso para un ciego de que Putin y su tropa -nunca mejor dicho- son unos criminales de guerra, in fraganti incluso, pueden ir jurídicamente tranquilos por el mundo, donde serán recibidos y obsequiados como los amos de la Tierra que son.

Una última prueba, por si hacía falta alguna más. A pesar de todos los enérgicos comunicados de condena -incluidos los de muchos estados, los de organismos internacionales y los de entidades oficiales o privadas de prestigio-, el Consejo de Seguridad de la ONU ni siquiera -al anochecer del viernes cuando escribo estas líneas- ha sido mencionado para ser convocado. Todavía, para muchos, el Derecho penal internacional es el derecho penal que practican los matones o sufren los más débiles.