Ya tengo escrito antes, para quien me quiere leer, que hay que huir del abrazo como de la peste o del covid, y de la estulticia como de la exageración. Naturalmente, porque me da asco abrazarme con políticos y gente así. Ninguna inteligencia con los mandamases que piensan que podrán invitarte a cenar y buscarte la intimidad de los brazos. Estoy en contra de los abrazos porque son malignos. Os digo todo esto porque os quiero a vosotros, y es para siempre. Amo también ese potente hedor que emitís, pueblo de Catalunya, vuestro sudor y a esa inmemorial desconfianza frente a la lagrimita de los charlatanes. Amo vuestro hacer y deshacer, incluso vuestro mal gusto sólo porque es catalán auténtico, de la patria mía. También el ruido y el griterío que os acompaña, compañeros y compañeras de las manifestaciones por la independencia, de los encuentros en homenaje de las víctimas del terrorismo islamista y no islamista. No puedo evitarlo.

Os llevo en el corazón a todos, malparidos y malparidas que también me habéis escupido e insultado cuando no os ha gustado lo que tenía escrito para deciros, tozudos y ciegos, intratables todos. Os quiero porque algunos también queréis dejarme arrebatadamente, con la pasión de quien deja a una novia pasada de peso y bastante peluda. Por eso os he repetido y dicho que hacéis bien en desconfiar de la bondad de quien os pide el voto, de aquel que quiere seguir viviendo del presupuesto a cambio de nada. Que hay que saber alejarse de los profesionales del bien, de los comerciantes de unos supuestos buenos sentimientos, de todos estos sacerdotes babosos que quieren echarle mano al agua pura que todavía llevamos dentro de nosotros mismos, en el fondo de la pila. En la parte limpia que todavía nos queda. Por eso me he encarado, gracias a las nuevas tecnologías, tan democráticas al fin y al cabo, con el presidente Torra, con los presos políticos, o incluso con Lluís Llach, cuando dejaban escrito que nos querían abrazar. No, conmigo no. Al menos yo no quiero abrazarme con los que no habéis hecho otra cosa que hablar y cotorrear como urracas, pero cobrando a final de mes.

El abrazo, al menos en Catalunya, es un ejercicio de furtiva intimidad personal, impropio para gente que vive de nuestro peculio o para quienes no duermen concupiscentemente con nosotros. Estoy seguro de que nadie de los que me está leyendo ahora aceptaría que su hijo o hija fuera abrazado por un desconocido. Joan Capri lo explica muy bien en el monólogo Els savis que se puede encontrar en la red. Lo señalo porque la castellanización de Catalunya hoy no es sólo lingüística, también es moral, antropológica y protocolaria. Carles Riba, principesco y oscuro como un puritano alemán, llama abraçada concretamente a la fornicación, porque en la época en que escribe nadie puede confundirla con lo que se ha convertido hoy el abrazo. En ese repugnante ejercicio de hipocresía sentimental, en esa actividad a la que los políticos de todas las formaciones políticas quieren acostumbrarnos y, sobre todo, convencer. Con la que quieren meternos mano. Esta discrepancia es la que justifica que Jordi Cuixart no debía abrazarse con Miquel Iceta. Es la discrepancia que justifica la indignación de todos los que nos sentimos estafados, vendidos, engañados. Con un notable ataque de cuernos. No sé si recordáis la vergonzosa y ridícula campaña electoral de Ciudadanos basada en abrazos. Cuando un político o aprendiz de político no sabe qué hacer o qué decir envía abrazos a diestro y siniestro. Sobre todo porque le ha perdido el respeto a las personas que le pagamos el sueldo y están dispuestas a defender en la calle la libertad y la dignidad de Catalunya. Incluso con la vida.

Por eso es indignante, también, que el presidente Pere Aragonès envíe escalf, que significa abrazos, a los bomberos que luchan contra los incendios de Catalunya. No es solo una cuestión térmica y de sentido común, de saber lo que estás diciendo, de no hablar a lo tonto. Porque, calor, un bombero tiene para dar y vender. Es mucho más que esto. Es que no queremos que nuestro presidente primero intercambie ese calor personal, íntimo, con nosotros, el pueblo que le ha votado, y que después se abrace con esos del PSOE, o del PP o de Vox, con cualquiera, en una mal llamada mesa de diálogo. Todos somos mayorcitos y ya sabemos que la política es una enorme casa de tolerancia sin pudor ni principios, sin tabúes. A la mínima que Boris Johnson o la primera ministra finlandesa, Sanna Marin, prueban el caldo ya vemos que se vuelven exhibicionistas digitales y que pierden la dignidad que se supone que debe tener un gobernante que representa a todo un pueblo. Por eso os lo digo y repito. Si queréis abrazaros con según quién, señores y señoras del poder, al menos a mí no me vais a tocar.

El abrazo es un síntoma de nuestra grave enfermedad social, podrida de sentimentalismo vacío. La mejor forma de pisparte la cartera, desde siempre, es que te quieran abrazar. Josep Maria Marcet i Coll, por ejemplo, alcalde franquista de Sabadell, fue un falangista contumaz pero también un protector y salvador de judíos y catalanes. Y veía muy claro lo que decimos aquí. En su interesantísimo libro de memorias Mi ciudad y yo. Veinte años en una alcaldía, 1940-1960, publicado en 1963 después de pasar censura, admitía, como político, su completo fracaso. Porque entonces y ahora lo imposible nunca podrá ser. Él también lo intentó y no pudo salir adelante porque es una fantasía irrealizable. Nunca podremos llegar a un entendimiento con el nacionalismo español, a una convivencia con gente cuya única razón de ser es borrar a Catalunya del mapa. En el libro, intensamente censurado, también le obligaron a suprimir su opinión sobre los abrazos tal y como se entienden en España. Fue procurador en Cortes de 1943 a 1949 y, en Madrid, pudo observar la “propia vida interna de las Cortes”. Allí, nadie prestaba atención a los discursos, solo importaba el cargo que tenía la persona que hablaba, aunque dijera completas imbecilidades. Cuando un político del régimen, un político poderoso, terminaba su discurso en la tribuna, instantáneamente se formaban aglomeraciones en los pasillos y en el bar del hemiciclo. “... donde en medio de efusivos abrazos se pedían cupos, adjudicaciones de automóviles y se recomendaban nombramientos con fuertes saludos y palmadas en la espalda.”