La clase política, "ellos", lo saben mejor que usted. Tienen que convivir con el enemigo. Se ven obligados a soportar la discrepancia. Se les invita a actos donde los contrincantes les niegan el saludo. Suben a ascensores donde los insultan. Viven así, coexistiendo precariamente con la alteridad. Un presidente del gobierno, o de una escalera de vecinos, es presidente de todos —siempre lo dicen—. Pero tiene en el rebaño quien querrá liquidar toda iniciativa, quien le bloqueará cualquier idea. Coexistir es fácil cuando tienes mucho espacio para estar bien lejos del adversario o cuando eres inofensivo, no te mojas. Un pusilánime que no molesta y no tiene rivales porque tampoco tiene posicionamiento. Hay muchos.

Coexistir no es sentarse uno al lado del otro, sino, en algún momento, ser capaz de cruzar aquel metro que te separa, tomarte un té, escuchar y ser permeable. Y escuchemos. Mantener la propia identidad no es equivalente a tener razón.

Si eres un terrateniente, los problemas con los vecinos también residen lo bastante lejos. Tu propiedad está rodeada de árboles y terreno frondoso donde no ves a nadie. Haces la tuya. En las ciudades la convivencia es más difícil porque el vecino suele ser el del 4.º 2.ª, con quien os separa un metro escaso. En un metro, un universo. No sabes ni quiénes son, ni cómo se llaman, a veces. Todos los amigos que vivían en un pueblo y tuvieron que ir a vivir a la ciudad hacen el mismo comentario: como es de estrambótico tener gente viviendo encima, al lado, debajo. En un pueblo, en líneas generales, si vives dentro, la casita o el piso es tuyo, aunque tenga dos o tres pisos. Y si vives en una masía, en una urbanización, la casa sigue siendo tuya y los vecinos son a una distancia prudencial. Otro comentario que sueltan siempre es el suelo. En la ciudad, el suelo no es blando. El asfalto es por definición hostil y duro, sí. Yo he nacido en un ciudad, y Girona tiene asfalto pero también parques y jardines, y yo misma me descubro por Barcelona pisando pinaza, césped, parques infantiles o tierra para evitar el asfalto antipático.

Con las religiones pasa lo mismo. Son universos paralelos, acogedoras con los suyos pero inexistentes para los otros, yendo bien. Es complicado que se abran y acceder. Su terreno parece duro, aunque a menudo es la impresión de quien nunca se ha acercado. Muchos ciudadanos piensan que los judíos, los cristianos o los musulmanes (los cito en orden cronológico) son eso, religiosos que van a la suya. Se olvidan de que son ciudadanos y que, además, profesan alguna religión. Nos cuesta, esta obviedad. En una semana he estado con un grupo de jóvenes universitarios en una iglesia católica, una mezquita y una sinagoga. Para muchos de ellos, la primera vez que entraban en un centro de otra religión que no fuera la que conocían de pequeños. Han hecho preguntas —incómodos, también—, han observado, han aprendido, han valorado lo que no entienden, pero saben que existe. Ha sido todo pacífico, armonioso, civilizado. No sé qué pasaría si hiciéramos excursiones a partidos políticos que no piensan como nosotros. Quizás también sería así de instructivo. Es un límite relacionar solo a golpe de manifestación o de tuit, de insulto o de desprecio sistemático a quien piensa diferente. Todos pensamos diferente. Y una sociedad democrática nos lo tiene que permitir, y es más, potenciarlo para una sana discrepancia. Coexistir no es sentarse uno al lado del otro, sino, en algún momento, ser capaz de cruzar aquel metro que te separa, tomarte un té, escuchar y ser permeable. Y escuchemos. Mantener la propia identidad no es equivalente a tener razón. Aireémonos, que el mundo (el de aquí, también) es muy grande.