Artur Mas continúa su penoso transitar en busca de los votos que le permitan ser elegido president de la Generalitat con el encargo de destruir la Generalitat del Estatut –y el Estatut mismo– para dar paso a una quimérica “República independiente de su casa” que todos sabemos inviable de antemano porque no hay nadie en el mundo dispuesto a reconocerla.

En este patético recorrido desde la frustrada intentona plebiscitaria del 27S, Mas –que sigue siendo president en funciones de la misma institución que pretende liquidar– está admitiendo cosas y se está sometiendo a humillaciones que son incompatibles, no ya con la dignidad personal, sino con el respeto que merece su cargo. Repasemos solamente esta última semana. ¿Qué ha hecho en ella el president en funciones y aspirante a president?

En primer lugar, ha decidido unilateralmente la liquidación de un partido histórico y esencial, sin explicar con qué clase de artefacto político lo va a sustituir. Convergència Democràtica de Catalunya ha gobernado prácticamente durante toda la democracia –salvo el período de aquel tripartito de infausto recuerdo–, ha vertebrado políticamente el nacionalismo catalán, ha moldeado el autogobierno de Catalunya dentro de España y ha jugado un papel decisivo en la política española. Cuando Mas se hizo cargo de Convergència, el partido gozaba de una salud excelente: venía de ganar unas elecciones con un gran respaldo popular, tenía más de 60 diputados en el Parlament y había recuperado el poder.

En cinco años no sólo ha hundido electoralmente a su partido, sino que lo ha destruido políticamente. Y el último paso es decretar su desaparición y comunicarla mediante nota de prensa, sin que tengamos noticia que una decisión de esa trascendencia haya sido debatida en ningún órgano colectivo de dirección. En cualquier entorno político normal, el artífice de este desastre estaría en su casa pidiendo perdón por una gestión política ruinosa. Aquí pretende ser recompensado con cuatro años más en el poder.

En esta misma semana, Mas se ha sometido a varias humillaciones:

Se ha humillado ante las CUP admitiendo exigencias programáticas inasumibles para un gobernante responsable. Ha admitido que no puede aspirar a obtener la confianza de los nuevos amos de la política catalana; y para obtener su voto o una limosna en forma de abstención ha propuesto cosas tan peregrinas como que le pongan tres copresidentes que lo vigilen o someterse a examen pasados unos meses para ver si le dan el certificado de buena conducta. Un president que acepta estas cosas no es un president, señor Mas: es un don nadie con banda.

Se ha humillado también ante el ministro de Hacienda del Gobierno de España, aceptando que la entrega y la gestión del dinero que corresponde a la Generalitat se realicen en unas condiciones que cualquiera de los otros 16 presidentes autonómicos hubiera rechazado con razón como una afrenta intolerable. Lo que Montoro le ha dicho a Mas se resume así: como no me fío del uso que vas a dar al dinero, te voy a controlar factura a factura; y además, el dinero que debes a tus proveedores –por ejemplo a las farmacias de Catalunya– se lo pagaré yo directamente, porque tú eres muy capaz de desviarlo para quién sabe qué. Y Mas se ha tragado la píldora.

Se ha puesto en ridículo ante el Tribunal Constitucional presentando unas alegaciones ante el recurso del Gobierno contra la declaración independentista del Parlament (¿pero no habíamos quedado en que el TC estaba desautorizado y que ya no se le reconocía jurisdicción sobre Catalunya?) en las que aquella desafiante declaración se presenta como la simple “expresión de un deseo”, carente de relevancia jurídica. Vamos, que lo que votó el Parlament el 11 de noviembre no fue el inicio de la desconexión con España, sino una especie de carta a los Reyes Magos, un gesto inofensivo e inane. Como si esperara que el Alto Tribunal se crea semejante embuste y deje de hacer lo que todos sabemos qué hará, que es anular esa votación.

Y en las elecciones del 20D corre el riego de soportar una doble humillación política: que ERC le arrebate el liderazgo del espacio nacionalista y que Ciudadanos resulte ser el partido más votado en Catalunya.

Mientras tanto, cada día son más quienes piensan que tanto empeño en retener el puesto de trabajo a cualquier coste sólo se explica por la búsqueda de alguna clase de protección personal ante la acción de la justicia por todo lo que –como mínimo– ha consentido que ocurriera durante años en su gobierno y en su partido.

Con su desesperado manoteo para obtener el apoyo que no tiene, Mas no sólo ha terminado de arruinar su prestigio personal; se está cargando también la dignidad del cargo que ocupa.

Con todo, lo más grave que ha hecho políticamente es que, en su huida hacia delante, ha privado a España de un interlocutor válido en el nacionalismo catalán para encontrar la solución a este conflicto. Supongamos que tras las elecciones del 20D las principales fuerzas políticas del Parlamento español acordaran iniciar una vía de reforma constitucional que abra la puerta al ejercicio del derecho a decidir y a una futura Ley de claridad a lo Quebec. Para que esa vía fuera transitable, se necesitaría en todo caso la participación en el acuerdo de alguien que represente válidamente al nacionalismo catalán. ¿Dónde está ese interlocutor?

Como Kissinger en su día se quejaba de que si quería hablar con Europa no sabía a qué teléfono tenía que llamar, ¿a qué teléfono debe llamar España para negociar seriamente una fórmula de consenso con el nacionalismo catalán? Porque Artur Mas ha desconectado esa línea –que ha permanecido abierta durante décadas siendo de una inmensa utilidad– y ha tirado el aparato a un contenedor.

Probablemente ha llegado la hora de admitir que las elecciones del 27S fracasaron doblemente: fracasaron como elecciones plebiscitarias porque el plebiscito se perdió; y fracasaron como elecciones autonómicas porque este Parlament parece incapaz de elegir un presidente, sostener a un gobierno y asegurar una producción legislativa razonable.

Con este Parlament, el proceso independentista no puede seguir adelante; pero el único gobierno posible es el que formen las fuerzas independentistas. Este es el impasse aparentemente insoluble que tiene bloqueada la situación en Catalunya.

El 28 de septiembre todos coincidíamos en que la repetición de elecciones era la peor solución posible. Hoy habría que empezar a pensar que quizá sea la única. Unas nuevas elecciones: ya no plebiscitarias, sino normales. Que permitan recomponer los espacios políticos, empezando por el espacio nacionalista. Que abran la puerta a una negociación de verdad entre el nuevo Gobierno de España y un nuevo Govern de Catalunya; y que acaben con la nefasta atadura que supone vincular el destino de un país al de una persona.