Si medios de comunicación como el New York Times o el Financial Times alaban las políticas económicas de Mariano Rajoy son celebrados como ilustres cabeceras, serias y rigurosas, maestros de periodistas, referencia mundial de líderes y opiniones públicas, los mejores avales que gobernante alguno puede presentar ante el mundo civilizado para acreditar lo bien que lo hace.

Si esos mismos medios piden, en cambio, que se deje votar en Catalunya, o cuestionan la estrategia allí desplegada por el gobierno central, son degradados de repente a tabloides extranjeros que no conocen ni España ni su historia, que no saben de qué hablan, que harían bien en ocuparse de sus propios asuntos y sus propios independentistas y que, no lo descartemos, algún dinero habrán cobrado de la Generalitat para publicar semejantes cosas.

Éste es el apabullante nivel ya alcanzado por la política española, la misma que convierte el hecho de declarar desierto el concurso para comprar unas urnas en un gigantesco triunfo político cuando, hasta ayer mismo, la mera previsión de ir a comprar tales urnas constituía, por este orden, una provocación independentista, una amenaza al estado de derecho y un delito flagrante, ya se vería si penal o constitucional.

A algunos nos parece alarmante el espectáculo de ver aparecer a guardias civiles y fiscales que vienen a avisar a funcionarios públicos que tengan cuidado con lo que hacen

Esa misma política con la altura de un patio de colegio acaba de recibir, con idéntico entusiasmo, que en Catalunya parece haber empezado a funcionar, a medias entre la Fiscalía y la Guardia Civil, una especie de “Unidad Precrimen” como aquella que protagonizaba la aclamada e inquietante Minority report de Steven Spielberg. Seguramente guiados por las poderosas premoniciones jurídicas y constitucionales de la omnisciente vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, despachos y pasillos de la administración catalana se están viendo invadidos de repente por aspirantes a Tom Cruise dispuestos a todo para evitar que se cometan crímenes horrendos e intolerables, como adquirir un software informático o lanzar una campaña institucional.

Procedimientos y expedientes administrativos gestionados con absoluta normalidad por otras Comunidades Autónomas “no sospechosas”, como comprar unas urnas o hacer un registro de sus naturales en el extranjero, se convierten en “precrímenes” que han de ser evitados y perseguidos antes de que se produzcan sin otra garantía que el convencimiento de quien los persigue. Puede que a muchos les parezca normal que así suceda en una democracia europea avanzada. Pero a algunos nos parece alarmante el espectáculo de ver aparecer a guardias civiles y fiscales que vienen a avisar a funcionarios públicos que tengan cuidado con lo que hacen porque podría ser delito y podría tener consecuencias profesionales, personales y penales.

El derecho penal y el poder represivo de Estado actúan sobre hechos y los jueces, no los fiscales ni la Guardia Civil, condenan sobre pruebas; no sobre intenciones, declaraciones, pensamientos o ideas. Guste o no lo que piensen o quieran los avisados, ni el “precrimen” ni nada que se le parezca resultan admisibles en una democracia y no puede ni debe dar un paso atrás en ese convencimiento o estará perdida. Hoy son los funcionarios de la Generalitat, mañana puede tocarle a cualquier otro que no guste, no convenga o irrite al poder; usted mismo, por ejemplo.