Cuando tenía 12 años, los padres me enviaron a Francia para reforzar mi francés. El lugar elegido para hacer mi estancia fue la ciudad de Clermont-Ferrand, la capital de Auvernia, una región que produce el Saint-nectaire, uno de los quesos que más me gustan y que, históricamente, fue introducido en la mesa de Luis XIV por el duque de La Ferté-Senneterre, el mariscal Henri de Saint-Nectaire. Este artículo, sin embargo, no va de quesos. Va de un tema que apesta tanto como un cabrales madurado en la cueva más profunda de Asturias: la catalanofobia.

Aunque sentí añoranza, mi vida en Clermont-Ferrand fue tan tranquila como la de Jean-Louis, el personaje que se enamoraba perdidamente de Maud, por obra y gracia de Rohmer. Francia era y es uno de mis referentes culturales y en casa había discos de Ferré, de Montand, de Hardy, de Aznavour, de Reggiani, de Moustaki, de Bécaud, de Barbara, de Gréco y, sobre todo, de Brassens y de Brel.

Mi madre era más de Brel, y mi padre había hecho de las canciones de Brassens una parte fundamental de su educación sentimental, pero en aquella Francia de julio de 1979, todavía se vivía el luto por la muerte a los 49 del cantante de Bruselas. Y cuando mis padres vinieron a buscarme, la señora Dorat, la fantástica mater de la familia que me había acogido, me dejó el dinero para comprarle a mi madre el disco póstumo de Brel llamado Les Marquises. Si hay una canción que me pone los pelos de punta por ser un adiós de un hombre que sabe que se está muriendo, es La ville s'endormait.

Aunque Clermont-Ferrand era muy provinciana para un parisino, para un español en plena transición democrática era deslumbrante, como también lo era para los chicos y chicas que habíamos llegado de todas las regiones peninsulares y que compartíamos aula según nuestro nivel de francés. Y lo recuerdo bien. Estábamos en medio de una lección de gramática, cuando la profesora nos invitó a explicar una anécdota. Un chico de 16 años de Valladolid levantó la mano y le preguntó a la profesora si podía explicar un chiste. Y ante el asentimiento, el chico dijo: “¿Sabes por qué en América hay negros y en España catalanes?”. Ante la expresión de extrañeza de la profesora, el vallisoletano cerró el chiste con un: “Porque los americanos escogieron antes”.

El odio a los catalanes es histórico y las naciones nacen, crecen y maduran su identidad negando la de otros pueblos

Tardé en reaccionar. Tenía 12 años y, como catalán, nunca me había sentido como un objeto de mofa. Y recordé aquella frase de Josep Fontana dicha en aquellas tertulias pospartido del Barça que se celebraban en casa. "Me gustaría que los catalanes fuéramos negros para diferenciarnos de los castellanos".

Es posible que este chico de Valladolid que se preciaba de ser de Fuerza Joven, sea ahora un demócrata de toda la vida que vota al PP o a su filial Vox. Es una suposición casi empírica. Pero le tengo que agradecer que su chiste me pusiera en alerta y que me preparara para muchas otras situaciones de catalanofobia que me he encontrado a lo largo de mi vida y que me hacen pensar qué sería de España sin el odio a los catalanes. Me refiero a la construcción de la identidad española.

Si no lo hubiera vivido en mis carnes, no escribiría este artículo. Lo viví cuando se otorgaron los Juegos Olímpicos a Barcelona, porque es mentira que el anuncio emocionara a las Españas; lo viví durante la aprobación del Estatut como ciudadano, en aquellos años, de Madrid; y lo malviví durante el procés, periodo en el cual la catalanofobia tuvo barra libre.

Estos grandes episodios de odio indisimulado se han alternado con otros más cotidianos protagonizados por ejemplares como Alfonso Guerra, el califa de Sevilla, y parte de su staff de barones socialistas, o por políticos desfasados como Aznar, y más noveles como Ayuso. Las elecciones son un pozo sin fondo para lanzar exabruptos que tengan a los catalanes como fuente de inspiración. A falta de propuestas, las tribulaciones de los catalanes enriquecen cualquier discurso mitinero que quiera despertar pasiones entre los concurrentes.

Eso de la catalanofobia me molestaba y hablo en pasado, porque ahora me da exactamente igual. Y me hace gracia cuando intentan demostrar que ellos quieren a los catalanes porque, como dice Rajoy, "hacen cosas". Es cierto. Hacemos cosas y algunas lamentables, como todos los pueblos, y, por cierto, es ridículo querer demostrar que uno no es catalanófobo porque tu mujer se llame Montserrat, te guste Serrat, desayunes pantumaca y, sobre todo, seas un gran lector de Josep Pla. El odio a los catalanes es histórico y las naciones nacen, crecen y maduran su identidad negando la de otros pueblos. Como decía Quevedo: "En tanto que quedase un catalán, hemos de tener enemigo y guerra”.

Cada vez que oigo un exabrupto catalanófobo, vuelvo con el espíritu de un negro al Clermont-Ferrand de 1979. No es que en Francia hayan tratado a los catalanes mucho mejor, pero Ferré, Montand, Hardy, Aznavour, Reggiani, Moustaki, Bécaud, Barbara, Gréco, y sobre todo, Brassens y Brel, me hacían sentir libre y protegido de bestias como aquella vallisoletana.