La irrupción de los talibanes en Kabul ha manifestado el aislamiento de la mayoría de democracias occidentales, ninguna de las cuales ha osado proponer una intervención armada conjunta para salvar a los centenares de miles de afganos que están a punto de ser violadas, torturados o asesinados por los invasores con una impunidad aterradora. De hecho, lo contrario resulta lo bastante evidente, con una gran nómina de países civilizados del mundo enviando compulsivamente aviones al aeropuerto de Kabul para embutir a los compatriotas más afortunados y regalarles el alivio de ahuecar el ala. La imagen de los talibanes haciéndose selfies y danzando música disco en los barrios de la capital afgana demuestra que, más que un retorno al feudalismo, los nuevos dueños del país son un movimiento tan peligroso como los nazis, que no supieron digerir los avances tecnológicos de inicios del XX pensándose que les servirían para uniformizar Europa.

Como explicaba ayer mismo Lynsea Garrison en el magnífico podcast The Daily de The New York Times, ni una superpotencia como los Estados Unidos será capaz de asegurar la supervivencia y el exilio de los afganos que trabajaron con la administración americana, muchos de los cuales habían pedido visados para poder entrar en los Estados Unidos incluso antes del avance talibán, ciudadanos que no se atreven salir de casa porque los bárbaros los tienen en el punto de mira como colaboracionistas de Occidente. A pesar de las promesas de Joe Biden, un auténtico Rajoy en términos de política internacional, la mayoría de esta gente vivirá a merced de un régimen totalitario que los matará con balas o de inanición. La lección es lo bastante antigua: exportar un régimen democrático estableciendo una simple burocracia en el extranjero no acostumbra a funcionar y, cuando las cosas van mal, resulta todavía más difícil envasar al vacío una administración con el fin de exiliarla.

El mundo ya hace tiempo que ve el hundimiento de las democracias en los estados-nación tradicionales, donde prosperan algunas alternativas que buscan la participación más activa del ciudadano en las decisiones políticas

El fracaso de los Estados Unidos en Afganistán no solo se explica por la codicia de la dinastía Bush, que quiso establecer alguna cosa parecida a una democracia con la excusa de enchufar el máximo número de empresas afines. La categoría es más importante, pues la democracia es un régimen que no solo se impone a base de gastar pasta y crear industria, sino urdiendo un entorno en que la sensación de libertad y la prosperidad personal vayan de la mano. Cuando poco después de los atentados de las Torres Gemelas el speechwriter de Bil Clinton le hizo decir que "el futuro del mundo sería catalán o talibán", este asesor del antiguo presidente hizo una predicción con mucha más maña que la de uno mero (y afortunado) pareado. En efecto, el mundo ya hace tiempo que ve el hundimiento de las democracias a los estados-nación tradicionales, donde prosperan algunas alternativas que buscan la participación más activa del ciudadano en las decisiones políticas.

En un entorno donde la guerra ya no se juega con fusiles ni la democratización se podrá costear a base de invasiones de más de una década como la norteamericana en Afganistán, presupuestariamente inasumible, el futuro de la democracia radicará en la resistencia que podamos muscular contra los estados que se están hundiendo y las administraciones carcomidas. Que haya desencanto hacia la política institucional no es una mala noticia –especialmente en Catalunya, donde los políticos del proceso se han adecuado perfectamente al perfil de gestores de la derrota–, siempre que los jóvenes del futuro digieran bien los avances de la tecnología y los aprovechen para crear islas de libertad que sean mucho menos angustiantes que el aeropuerto de Kabul. De hace años que hay un mundo que se hunde y unas nuevas microrealidades que prosperan. Cuando el independentismo se acerque a estas, volverá a ser un movimiento que vale la pena.

Todo eso puede pareceros muy abstracto, pero me refiero a movimientos geopolíticos que tienen una fuerte concreción en lo cotidiano. Fijaos como, de hace ya semanas, las administraciones que se han acostumbrado a la arbitrariedad de medidas contrarias a la libertad de movimiento de los ciudadanos viven felices sin creerse con la obligación de aportarnos ningún tipo de explicación sobre cuándo dejaremos atrás las mascarillas y los confinamientos. La situación es tan curiosa que en Catalunya incluso hemos llegado a celebrar una decisión de la judicatura que rompía con unos toques de queda de mentalidad estalinista. Todo es tremendamente global y lejano, insisto, pero a la vez de una concreta y radical proximidad.