La salud del catalán es el problema más importante y más banalizado de la democracia española desde las primeras elecciones constituyentes de 1977. El pecado original de España es que las élites catalanas supeditaron el idioma del país a las dinámicas del imperio para poder hacer dinero fácil. Mientras el imperio funcionó el problema lingüístico quedó cubierto bajo una capa de lógicas políticas más o menos superficiales, sostenidas por intereses inmediatos muy lucrativos. A pesar del éxito popular de la Renaixença, las élites catalanas todavía expulsaron a los Borbones e impulsaron el Sexenio Democrático básicamente en castellano.
El catalán coge fuerza y se moderniza cuando España pierde las colonias y, sobre todo, cuando Catalunya acepta que la derrota de 1714 es definitiva, y que Castilla nunca cederá el monopolio del Estado. La diferencia entre los voluntarios de Prim y los revolucionarios de la Semana Trágica —o los veteranos de África que se tatuaban Abd del Krim en el brazo, unos años después— es básicamente esta. En el momento en que queda claro que España será siempre un proyecto castellano, los catalanes se refugian en su lengua e intentan influir en Madrid fortificados en el Principat. De este repliegue salen algunos de los artistas más admirados del mundo y también la idea del país —y del Estado— que todavía tenemos.
Franco intentó restituir el viejo equilibrio prohibiendo el catalán y promoviendo unas olas migratorias que desfiguraron la cohesión social y la memoria colectiva del país. Sin embargo, enseguida se vio que detrás de la lengua había una fuerza más profunda y Catalunya lideró el antifranquismo y empujó a Madrid a constituir el Estado de las autonomías. El golpe de estado de Tejero, y las bombas que los nostálgicos del fascismo pusieron en casa de Joan Fuster, fueron el canto del cisne del imperialismo castellano. El 23-F frenó el despliegue autonómico, pero desde entonces el Estado no ha hecho más que intentar compensar, con el acaparamiento de recursos económicos, la decadencia cultural, militar y demográfica de Castilla.
El crecimiento desorbitado de Madrid es la prueba más clara del esfuerzo que la España castellana ha hecho por cambiar las armas por el dinero. El imperialismo militar ha dejado paso al imperialismo económico disfrazado de homogeneidad sociolingüística. El proceso de independencia no empezó porque el catalán estuviera en peligro, sino, más bien, porque la imposibilidad de hacer grandes negocios en catalán ponía al país en peligro. La explotación turística que vivimos desde la aplicación del 155, o el numerito que VOX y el PP han hecho votando la anexión de Alacant a los territorios de habla castellana, no dejan de confirmar este hecho. Si los catalanes quieren ganar dinero —piensan en Madrid— que se prostituyan hasta perder los calzoncillos, que después ya los vestiremos.
La España castellana intenta preservar los últimos monopolios que le quedan disfrazándolos de liberalismo y democracia
La España castellana intenta preservar los últimos monopolios que le quedan disfrazándolos de liberalismo y democracia, pero pierde una sábana en cada colada. La izquierda de Pedro Sánchez trata de aprovechar las imposturas carnavalescas que provoca la decadencia del mundo castellano para ganar resortes de poder dentro del Estado. La lucha por el dinero va agravando el descrédito general. La llamada lengua común produce monstruos cada vez más especulativos, y más malestar en los países de matriz catalana. Los vascos tienen tradición de hacer negocios en castellano porque su idioma no tiene detrás una gran historia comercial y literaria, pero a medida que el euskera gane fuerza ya veremos qué pasa.
Madrid no quiere que el catalán sea una lengua de mercado, pero tampoco quiere que Catalunya sea independiente, porque de las dos maneras Castilla perdería las prebendas del tiempo del imperio. El numerito de Alacant no cambia mucho las cosas, aparte de recordar a todo el mundo, una vez más, que el catalán y el valenciano son la misma lengua y que comparten una historia anterior a la formación política de España. La lengua catalana tendrá cada vez mayor tendencia a reunificarse y Madrid tendrá cada vez más problemas para justificar el derecho de pernada que la cultura castellana ejerce sobre el reparto de la riqueza del Estado.
No sé si hacen falta datos, pero el peso de Madrid en el PIB español ha crecido un 32% en los últimos 40 años. La Barcelona histórica, en cambio, se ha convertido en un parque temático castellanizado que recibe a más de 12 millones de visitantes al año. El País Valencià ha sufrido una tragedia propia de país tercermundista y los mallorquines comienzan a ser un exotismo en su casa. Todos los países catalanes están llenos de bares de baja calidad que sirven para hacer dinero rápido, dejar inconsciente el ingenio de los jóvenes y justificar la importación de mano de obra barata. Quizás la pregunta no es si Madrid nos roba, sino si la confusión actual sería posible en una Catalunya independiente o en una España donde el catalán estuviera tan promocionado y protegido como el castellano.