Carles Puigdemont ha vuelto a ser noticia estos días a raíz del pronunciamiento del Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) sobre su inmunidad, la de Clara Ponsatí y la de Toni Comín. También porque ello les ha provocado una situación de inseguridad en torno a su asistencia a las sesiones del Parlamento Europeo en Estrasburgo. No es la primera vez que la actualidad nos recuerda vivamente la situación de Puigdemont, que seguirá siendo protagonista mientras no se solucione la anomalía del exilio. Un exilio que, como es sabido, tiene su origen en la decisión de Mariano Rajoy y el PP de subcontratar las fuerzas policiales y los jueces para que hicieran frente al conflicto con Catalunya, que estalló en octubre de hace seis años.

La figura de Puigdemont actúa como un recordatorio permanente de lo que fue el Procés, el 1-O y la represión en manos del Estado español. Un recordatorio del fracaso, pero también de la luz y la grandeza de muchos de los momentos vividos. Casi seis años después, la 'cuestión Puigdemont' sigue actuando como un ancla que nos fija al pasado. Como un metafórico enclave ('territorio dentro de otro con características geográficas, administrativas o políticas diferentes') en nuestra memoria, es decir, en nuestro presente.

El nudo que representa el estatus anómalo de Puigdemont condiciona sensiblemente la política catalana y española. Sirve, por ejemplo, al PP y sus aliados mediáticos como un elemento de constante erosión de Pedro Sánchez y el PSOE, así como para atacar a Junts per Catalunya y el conjunto del independentismo. (No acabo de entender, en este sentido, las declaraciones de Puigdemont insistiendo en que el PSOE le hizo llegar una oferta de indulto, a menos que pretendiera ayudar a los populares). En la política catalana, la figura de Puigdemont condiciona a todo el mundo, como se constata de forma llamativa cada vez que el president hace algún movimiento o hay alguna novedad en el frente judicial.

En la política catalana, la figura de Puigdemont condiciona a todo el mundo, como se constata de forma llamativa cada vez que el president hace algún movimiento o hay alguna novedad en el frente judicial

Pero en quien más influye Puigdemont y su situación es, evidentemente, en Junts. El partido de Jordi Turull no podrá tener una estrategia definida mientras el nudo de Waterloo no se deshaga, hasta que no exista una solución acordada y aceptada por todo el mundo, lo que, en vista de la ola de derechización y nacionalismo español que nos amenaza, aparece como extremadamente difícil.

Mientras tanto, lo mejor para el bien de Junts sería, creo yo, que Puigdemont se abstuviera de hacer constantes pronunciamientos sobre la política interior catalana. El presidente, que no tiene ningún cargo en Junts, debería ser disciplinado. No ayuda nada a Junts que él avale a tal o tal otro candidato o candidata o que, por ejemplo, se pronuncie sobre cuál tiene que ser el comportamiento de Junts en el Congreso de Diputados. No ayuda nada, sobre todo, porque Junts es en estos momentos una organización con problemas de coherencia interna causados por la convivencia, en su seno, de sectores con visiones, objetivos y estrategias diferenciados, a menudo contradictorios. Pienso que, si el 130.º presidente catalán no lo ve, los compañeros de su partido y también de su entorno deberían decírselo. Quizás les haría caso, y Junts, realmente, lo necesita. El presidente no debe hacer partidismo. Y no debe temer que su generosidad propicie que Junts en algún momento le vuelva la espalda. No hay absolutamente ningún peligro en este sentido.

¿Cuál puede ser la solución para Puigdemont? Confieso que no lo sé. Las cosas son complicadas y, como decía anteriormente, todo indica que aún lo serán más, quizás muchísimo más. Un consuelo, pequeño, podemos encontrarlo quizás recordando a Josep Tarradellas y su exilio en Saint Martin-le-Beau, una situación que durante años y años pareció imposible de resolver. Tengo claro, eso sí, que no quiero, ni por él ni por el bien del país, que Puigdemont sea extraditado, juzgado y encarcelado. En primer lugar, porque, a pesar de los errores que considero que ha cometido, tengo un gran respeto por la persona y, sobre todo, por la institución de la presidencia de la Generalitat de Catalunya. En segundo lugar, porque un desenlace como el que apuntaba tendría consecuencias nefastas. Daría lugar a un clima de gran tensión, de enfrentamiento, entre Catalunya y España, con consecuencias graves también en el interior del país. Considero que siempre es mala idea verse arrastrado a un conflicto para el que no se está preparado. Soy, igualmente, de los que odia aquella tentación absurda que, sin embargo, seduce mucho a algunos, del "cuanto peor, mejor".