El acuerdo suscrito entre el PSOE y ERC se limita, en su estructura esencial, a dos compromisos: la creación de una mesa de negociación bilateral (entre gobiernos) y una consulta (a los catalanes) de validación de los acuerdos que salgan de aquella negociación. Más allá de estas dos herramientas de resolución de lo que el documento describe como "conflicto de naturaleza política en relación al futuro político de Catalunya", las dos partes simplemente se comprometen a empezar un "diálogo abierto" con plena libertad para discutir posibles contrapropuestas, sin ningún otro límite que "el respeto a los instrumentos y a los principios que rigen el ordenamiento jurídico democrático".
En definitiva, el acuerdo es bastante genérico, puramente procedimental, falto de ningún tipo de contenido sustantivo. Y, por eso mismo, nos obliga a plantear dos cuestiones. En primer lugar, ¿cuál puede ser el resultado material de la mesa de negociación? En segundo lugar, y suponiendo que las partes lleguen a acordar algo, ¿hasta qué punto será posible su aplicación, incluida (pero no limitada a) la realización de una consulta de "validación democrática"?
El acuerdo final (y, por lo tanto, la consulta) puede acabar en una de las cuatro alternativas siguientes: hacer una consulta (a nivel estatal o catalán) sobre la autodeterminación de Catalunya (con pregunta binaria ―sí o no a la independencia― o múltiple, al estilo de las consultas que se han producido en Puerto Rico); una reforma constitucional; una reforma estatutaria; o la simple ratificación del compromiso estatal de cambiar la legislación existente y hacer traspasos competenciales directos.
Las dos últimas posibilidades parecen estériles. La ratificación de cambios legislativos sería equivalente a la conocida estrategia del "peix al cove", sin tener ninguna garantía que gobiernos posteriores respetaran el acuerdo, y con el único avance (discutible precisamente por esta falta de garantías en el cumplimiento) del reconocimiento de una supuesta bilateralidad entre gobiernos (y, por lo tanto, entre "sujetos nacionales" diferentes). De hecho, para llegar a esta solución, no habría hecho falta ninguna mesa de negociación: habría bastado con un pacto directo al estilo de lo que se consagró en el Majestic hace casi un cuarto de siglo.
Considerando el estrechísimo margen de maniobra que da el documento pactado, la posibilidad de un acuerdo valioso para Catalunya es, desgraciadamente, mínimo
Un pacto para hacer una reforma estatutaria nos remitiría nuevamente al larguísimo proceso de 2003-2010. Lo haría, sin embargo, en condiciones peores: con un Tribunal Constitucional que ya ha afirmado su preeminencia completa no sólo a la hora de interpretar el sentido de los artículos del Estatut (la función propia de un TC normal) sino también a la hora de decidir qué artículos pueden incluirse o no en el Estatut (otorgándose a sí mismo una potestad legislativa por encima de la que la misma Constitución da al Parlamento y a las Cortes). En estas circunstancias, la reforma se haría encorsetados por el hecho de que la validez de la nueva reforma dependería de la buena voluntad del órgano que precisamente generó el "conflicto político" que el acuerdo quiere superar. La única posibilidad de romper este callejón sin salida consistiría en cambiar la mayoría conservadora que consolidó el PP en el TC entre 1996 y 2004 y que Zapatero no quiso o pudo cambiar. Una solución imposible porque el nombramiento de magistrados en el TC, al requerir mayorías de tres quintas partes de las Cortes, da poder de veto a la derecha española.
La tercera opción, la de reforma constitucional, que permitiría anular la doctrina del TC, podría seguir dos vías. La primera consistiría en añadir una disposición adicional para elevar Catalunya a rango de nación y blindar una serie de competencias (por ejemplo, lingüísticas y fiscales) con carácter exclusivo. La segunda implicaría el reconocimiento del derecho de autodeterminación en el texto constitucional. Ahora bien, en los dos casos, la probabilidad de una reforma constitucional real es cero. Como es bien sabido, la reforma de la Constitución española implica un procedimiento extremadamente complejo con mayorías reforzadas (sobre todo con respecto a cuestiones como la unidad de España) que requiere el acuerdo de una parte importante de la derecha para tener éxito.
La insuficiencia o la imposibilidad de las reformas legislativa, estatutaria y constitucional (y hablo de insuficiencia o imposibilidad si lo que se quiere es resolver el conflicto político existente y no marear la perdiz) deja margen sólo para pactar una consulta/referéndum de autodeterminación. Su resultado no sería, en todo caso, vinculante jurídica o constitucionalmente. Los referéndums en España sólo tienen efecto vinculante cuando van ligados al procedimiento de reforma constitucional indicado en los artículos 167 y 168 de la Constitución. Su efecto sería únicamente político: de entrada, consagraría una relación de bilateralidad; además, y suponiendo una victoria independentista en Catalunya, probablemente abriría el camino a una secesión pactada. Sin embargo, y como ya he indicado por las otras vías alternativas, la probabilidad de que este referéndum se produzca es mínima. El mismo Pedro Sánchez ya reinterpretó la cláusula "ordenamiento jurídico democrático" como "marco de la Constitución" en el debate de investidura y, por regla de tres, como consulta que no puede tocar los principios de indisolubilidad y soberanía nacional de la Constitución. Además, la jurisprudencia constitucional parece prohibir consultas (en forma de referéndum) hechas sólo en Catalunya (la sentencia del TC de 10 de mayo del 2017 prohíbe los referéndums autonómicos y la sentencia contra el 1-O indicó que los referéndums tenían que consultar "a todos los españoles"), capacitando la derecha española a bloquear toda o la mayor parte de las acciones del gobierno por vía judicial.
Considerando el estrechísimo margen de maniobra que da el documento pactado, la posibilidad de un acuerdo valioso para Catalunya es, desgraciadamente, mínimo. Mi previsión es que los partidos soberanistas acabarán volviendo a la vía digamos maximalista (el bloqueo de Cortes) o a reconocer públicamente la necesidad de volver a la vía autonomista (pactando concesiones competenciales o financieras específicas) al estilo pujolista. La vía que escojan dependerá de la futura recomposición del electoral en Catalunya y de la dirección (positiva o negativa) en que se amplíe la base electoral del catalanismo: hacia el independentismo como resultado de experimentar una nueva vía muerta; hacia al autonomismo como resultado, precisamente, de la frustración producida por esta nueva vía muerta. Cuál de las dos reacciones dependerá, en último término, de cómo los líderes políticos actuales interpreten y vendan los resultados de la negociación.