Uno de los tuiteros más agudos de este país lo resumía con perfecta claridad al día siguiente de las municipales: el dilema de Barcelona es si quiere acabar siendo un Gran Lloret turístico o no. ¿Se impondrá un modelo de ciudad de constructores, hoteleros, turistas y camareros (más, como mucho, congresos y logística del sur de Europa) con todas sus deficiencias (salarios bajos, desigualdad, una clase media cada vez más delgada y unas élites de especuladores)? ¿O dará el salto definitivo hacia una ciudad creativa, con salarios altos y una distribución de la renta equilibrada?

De acuerdo con los resultados electorales de las elecciones municipales, los partidarios explícitos del modelo especulativo parece que son una minoría. Al menos en principio. Si alguien puede destruir y alicantinizar o marsellizar Barcelona, definitivamente era (y es) Manuel Valls. Su propuesta estrella, hacer más rascacielos, resume y simboliza un proyecto urbano rendido a los pies del establishment barcelonés más oscuro y vago. Como un heredero derrochador cualquiera, recuperando el porciolismo como modus vivendi, se trataría de vender el suelo que queda, urbanizar los últimos agujeros de la ciudad, de explotar extensivamente el clima y el sol mediterráneos, para ganar dinero rápido y para, de paso, transformar la metrópoli demográficamente (y políticamente). El establishment mediático y político acusa al independentismo de hacer peligrar la ciudad. Considerando la base cívica y participativa del movimiento soberanista, es indudable que la realidad es completamente la contraria. Ciudadanos y sus aliados (entre ellos esta curiosidad antropológica en la que el PP se ha convertido) son, con el expolítico galo al frente, el instrumento más directo y peligroso de destrucción de las aspiraciones "novecentistas" de la ciudad.

La ciudad tiene la potencia humana, el marco geográfico y el tejido en infraestructuras y estructura urbanística para consolidar el segundo modelo, con un sistema productivo de alto valor añadido. Para llegar, sin embargo, necesita dos cosas. Primero, una soberanía fiscal y política más amplia: en otras palabras, no tener que jugar con un estado a la contra. Segundo, una ruptura decisiva con unas élites que viven de la explotación de un modelo económico equivocado y del contacto directo con los reguladores estatales. (Un contacto directo, por cierto, que cada vez genera menos beneficios para ellos y para la ciudad en su conjunto.)

El modelo futuro de ciudad dependerá decisivamente de las alianzas políticas que se establezcan para los próximos cuatro años

El equipo Colau no parece que haya salido adelante en este camino hacia una ciudad más competitiva y al mismo tiempo más amable con sus ciudadanos. Las razones de este estancamiento (evidente en los resultados electorales) son varias. A mi entender, sin embargo, hay tres importantes. En primer lugar, la decisión de aparcar la idea de la capitalidad política de Barcelona como una posibilidad real. Sin eso, desgraciadamente, no se podrán resolver las tensiones urbanísticas y económicas de la ciudad: sin un estado a favor, Barcelona se ve obligada a sustituir todas sus carencias con un modelo económico (turístico y hotelero) que refuerza los conflictos que la alcaldesa dice querer resolver. En segundo lugar, una política de seguridad excesivamente laxa. La izquierda francesa cometió el mismo error. En vez de defender una política de tolerancia cero en materia de delincuencia, prefirió una aproximación menos restrictiva en este ámbito ―una posición que acabó empujando a una parte importante de los votantes más débiles hacia el Frente Nacional.

En tercer lugar, una estrategia de redistribución subóptima. Hoy en día (una vez muerto el comunismo soviético), hay dos izquierdas en el mundo: la socialdemocrática y la populista. Las dos quieren corregir (y acabar con) las desigualdades de oportunidad (y, si es posible, de resultados) existentes. Lo hacen, sin embargo, de manera diferente. La primera se niega a sacrificar el mercado porque este, basado en la competición, impide que ganen los "insiders" y los "padrone" de cada gremio, sector económico y/o red clientelar, y crea, por lo tanto, los mecanismos para que haya movilidad social. La corrección del mercado se hace a través de un sistema universal y abierto de prestaciones sociales y, sobre todo, articulando mecanismos que complementen las necesidades de un sistema productivo competitivo (educación, una administración flexible, un sistema de vivienda pública que, sin crear clientelismo, reduzca la especulación y la volatilidad de los alquileres).

La segunda, la populista, es esencialmente "intervencionista" y "regulativa". La igualdad se intenta conseguir prohibiendo la competición: congelando alquileres directamente, restringiendo la competencia en servicios públicos (incluido el transporte), etc. En su versión más extrema, a la intervención le sigue la fragmentación de los servicios sociales por barrios y estratos específicos: la provisión no es universal y determinada por condiciones individuales objetivas (financiada por un sistema impositivo progresivo) sino por un conjunto de indicadores que hacen que determinados grupos o colectivos, a menudo definidos por territorio, reciban un trato diferente de los otros. Y esta fragmentación finalmente conduce a la creación de un sistema de patrones políticos y clientes electorales.

Aunque la orientación de la administración Colau ha mostrado más indicios de "populismo" que de "socialdemocracia", cuatro años de gobierno no permiten hacer un juicio completo sobre las virtudes y los defectos del gobierno municipal actual. Sin embargo, el modelo futuro de ciudad dependerá decisivamente de las alianzas políticas que se establezcan para los próximos cuatro años. Si los comunes pactan con socialistas y Valls, es muy probable que la gestión municipal tome un perfel populista más intenso: una política de construcción de clientelas es precisamente el modelo preferido por el establishment especulativo-constructor-hotelero de la ciudad, que, a cambio de una política urbanística "generosa", no pondrá trabas a la multiplicación de transferencias específicas y personalizadas en los barrios más proclives a votar a Colau. Un modelo "populista" convive bien con una ciudad muy dualizada y con fuertes desigualdades económicas y espaciales. Sin querer ser alarmista con respecto a las perspectivas de Barcelona, este es el modelo que impera en las ciudades latinoamericanas. Por el contrario, si los comunes pactan con Maragall, hay una posibilidad de que la gestión municipal se democratice y escandinavice. Entiendo que los estratos centrales de la ciudad que han apoyado a Esquerra piden la construcción de una ciudad más justa, más verde y más igual ―y que, en su imaginario político, eso pasa por potenciar la gestión imparcial y universal de los servicios públicos.