Para entender bien a Pedro Sánchez, se tiene que entender a Artur Mas. Se tienen que entender las metáforas marineras del procés y las fotografías que La Vanguardia publicaba del presidente con un timón en las manos. Mi bisabuelo también fue capitán, como el de Mas, y los capitanes, incluso si tienen un barco propio, trabajan por cuenta de alguien más rico y poderoso. Su trabajo consiste en recoger una mercancía en un punto determinado y en transportarla hasta un destino concreto de forma segura, sorteando los temporales, los corsarios y los motines.

Cuando Sánchez se autoproclama capitán y recuerda que los capitanes son los últimos en abandonar el barco, quiere decir eso: que tiene un encargo y que lo piensa cumplir. Como le pasó a Mas, el encargo de Sánchez es una quimera, un autoengaño ideado solo para ganar tiempo. No es un encargo que venga del sentimiento o de los votos del pueblo. Nace de los intereses de una vieja minoría privilegiada que se cree capaz de seguir haciendo y deshaciendo como si la nación catalana no existiera, pero dentro del marco de una democracia. Hay que recordar que Franco —el gran timonel, le llamaban— tuvo que hacer una guerra de exterminio para satisfacer a sus patrones, y ni así se salió del todo.

Si yo fuera castellano, miraría con atención qué pasa en Catalunya. Tarde o temprano, todos acabaremos volviendo al país bajo de techo y culturalmente africanista de 1970. Cuando todavía hablaba con periodistas madrileños, lo dije más de una vez: la libertad de los catalanes conviene a la mayoría de españoles. Todavía les conviene, con la diferencia de que ahora el problema es mucho más difícil de resolver. Porque el problema de Sánchez ya no es tan solo Catalunya. Ahora también son los conflictos sociales e ideológicos que han alimentado —y seguirán alimentando— las tácticas oportunistas de buena parte de la clase dirigente que le hizo el encargo.

A Sánchez lo hicieron presidente para que el mundo de CiU pudiera volver a pactar con el PP después de que el gobierno Rajoy enviara a la policía a zurrar a los votantes del 1 de octubre. La misión de Sánchez era —y todavía es— facilitar que Feijóo pueda gobernar con Junts, y que la izquierda catalana pueda seguir sublimando los traumas históricos con su victimismo chapucero. Sin los catalanes no hay bipartidismo, porque el sistema electoral de la Transición se diseñó para asegurar, precisamente, que la vida política catalana quedara integrada en el circo español.

Los capitanes, incluso si tienen un barco propio, trabajan por cuenta de alguien más rico y poderoso

A Mas también le pusieron la presidencia en bandeja cuando se vio que, sin Pasqual Maragall, el PSC no podría contener al independentismo, porque la inmigración del sur de España se había catalanizado demasiado. Como pasó con Pujol, y antes con Macià Alavedra y Lluís Prenafeta, la corrupción fue la excusa para defenestrar a Rajoy, y ahora es la excusa para intentar destronar a Sánchez. El presidente español lo sabe y no da un paso al lado porque, a diferencia de Mas, no tiene a nadie que encarne mejor el viaje regeneracionista que ha emprendido su partido.

El PSOE no tiene a un Puigdemont, y a Sánchez solo le queda el poder para protegerse de los jueces y de los oligarcas chalados que se piensan que un capitán es un trapo de cocina. Sánchez es la máxima expresión de los ideales que dio la Transición y sabe que, si lo tumban de cualquier manera, el rey está acabado como jefe de una supuesta monarquía constitucional. Salvador Sostres dice que Aznar parece un loco cuando dice que quiere ver a Sánchez en la prisión. Pero es que Aznar ya se las tuvo con el rey Juan Carlos, hace 25 años, cuando Catalunya tuvo la primera generación educada íntegramente en catalán.

A Sánchez casi todo el mundo le hizo un sitio cuando se vio que Rajoy y Sáenz de Santamaría tenían razón de no querer intervenir con porras en Catalunya. Ahora se lo quieren sacar de encima por los mismos motivos que el ala dura del PP no osó dejar que los políticos catalanes quedaran en evidencia: por una mezcla diabólica de oportunismo y de nacionalismo troglodita, disfrazado de negocio fácil. Es curioso porque todos los políticos y los articulistas jóvenes que utilizaron la corrupción para debilitar a Rajoy mientras aplaudían la justicia española han acabado quemados. En la incineradora madrileña nada parece contar para nada.

En España siempre se ha creído que el dinero se puede disociar de la memoria y la cultura hasta el infinito. Si vas al MNAC, ahora que Sijena está de moda, ya ves por qué tipo de carcamales hemos sido gobernados. Todos los debates sobre la nación catalana, la unidad de la lengua, el derecho a la autodeterminación y el espolio fiscal parecen conversaciones de ignorantes y filisteos. Ningún discurso —ni españolista, ni feminista, ni comunista, y mucho menos islamista— podrá tapar la realidad. Sánchez sabe que el problema de España no es la corrupción, sino que la vida, como los barcos, solo va en una dirección: hacia adelante.

Mas también lo sabía, pero tenía una alternativa sucesoria y, como su barco era más pequeño y no podía creer tanto como Sánchez en la democracia española, tenía más miedo a acabar ligado de manos y pies en el fondo del mar. Lo que nadie dice, y solo Sánchez parece intuir en su carne de navegante, es que el problema de los españoles es que el PP de Feijóo está a punto de representar para España lo que el 155 representó para Catalunya. Por algo Enric Juliana lo llamó, ya hace muchos años, el Partido Alfa: el partido de los castellanos que siempre han preferido una España pobre y africana a dejar hacer a Catalunya.