Hay neologismos afortunados que aciertan a describir un fenómeno real con gracia y precisión, pero que de tanto manosearlos terminan resultando cansinos y manidos. Es el caso del verbo “posturear” y su sustantivo, “postureo”, aplicados a la política española de los últimos años. Son exactos, pero ya aburren tanto como la realidad que pretenden pintar. 

Existen en nuestro idioma dos términos que deberíamos rescatar para describir lo que está pasando. Uno es “pose”: comportamiento, actitud o modo de expresarse estudiado o fingido. Posar es lo que hace quien actúa de forma poco auténtica o natural. El otro término, más duro, es “impostura”: fingimiento o engaño con apariencia de  verdad. Pensándolo bien, este postureo hispánico está en un punto intermedio entre la pose y la impostura.

Por si la dosis de poses e imposturas de estos últimos cuatro meses no hubiera sido suficiente, una vez consumado el estropicio nos quieren dar una ración extra. Ahora resulta que todo el problema de la repetición de las elecciones es el coste económico de una nueva campaña, y que ahorrando unos eurillos en cartelería y demás pueden hacerse perdonar este destrozo político colosal.

Cuando se haga la cuenta de lo que casi un año de vacío de poder va a suponer económicamente para España, nos daremos cuenta de lo ridículo de esta pantomima del ahorro en la campaña. Pero ya puestos en la cosa pequeña, al menos podrían hacerlo de verdad y sin tomaduras de pelo. Pues no: asistimos a una impostura dentro de la impostura. En las llamadas “propuestas de ahorro” que los partidos fingen negociar hay más trampas que en una película de chinos. Desde la modesta experiencia de quien lleva 60 campañas en el cuerpo, permítanme señalar algunas de ellas, sólo las más groseras:

El grueso de lo que al contribuyente le cuestan unas elecciones no está en el gasto de los partidos, sino en poner en marcha la administración electoral. Activar las Juntas Electorales, organizar el escrutinio, desplegar a las fuerzas de seguridad, reclutar y pagar a los miembros de 60.000 mesas electorales, imprimir, empaquetar y distribuir sobres y papeletas… Precisamente el gasto que no puede ni debe reducirse, porque es todo lo que nos garantiza unas elecciones limpias y fiables.

La segunda partida más importante es el mailing de las papeletas a los domicilios. Algo estratégico para los partidos, porque permite que sus votantes salgan de casa ya con el voto en el bolsillo. Funciona así: cada partido hace su propio mailing y después el Estado da una subvención proporcional por este concepto a los que hayan obtenido escaños. Parece razonable hacer un único envío con todas las papeletas, pero no se hará. Primero, porque a los partidos les gusta acompañar el envío de la papeleta con su propio material de propaganda (el díptico, la carta del candidato, etc.); y segundo, porque eso garantizaría a los partidos pequeños entrar con su papeleta en tantos hogares como los grandes, y hasta ahí podríamos llegar.

Desde el punto de vista de la higiene pública, lo que hay que controlar no son los gastos de los partidos, sino sus ingresos

En cuanto al gasto de los partidos, lo del presunto ahorro es mentiroso porque en apenas dos meses es imposible gastar lo mismo que en las larguísimas precampañas de las elecciones normales. Sobre todo considerando que la ley prohíbe cualquier clase de actividad de propaganda desde el día de la convocatoria hasta el comienzo de la campaña oficial (o sea, que hasta el 10 de junio estamos oficialmente en período de veda). 

Exhiben mucho lo del ahorro en cartelería, la llamada publicidad exterior. En realidad, se hacen un favor a sí mismos. Los partidos suspiran desde hace años por suprimir vallas, banderolas y demás artefactos que son tan costosos como inútiles. Si no lo han hecho antes es por la sensación de vacío que produciría que unos estén en la calle con las fotos de sus candidatos y otros no. Pero esta situación les da la excusa para quitarse de encima ese fardo. Además, en esta ocasión el primer consejo de cualquier asesor de campaña sería: ni un sola valla o banderola en las calles, por favor, si no quieren que la gente les tire piedras.

Sin embargo, habrán observado que nadie ha hablado hasta ahora de suprimir la publicidad en radio, las famosas cuñas. ¿Saben por qué? Porque las emisoras privadas aprovechan las campañas electorales para arreglar sus cuentas de resultados, y pondrían el grito en el cielo. Con frecuencia, mediante la compra de espacios de publicidad en la radio local de turno se garantiza un tratamiento informativo amable para el partido o para el candidato.

Otro capítulo importante de gasto es la organización de los grandes mítines. Ningún problema: en esta campaña no veremos plazas de toros abarrotadas a base de acarrear a los militantes en autobuses ni montajes espectaculares para la televisión. Por una sencilla razón: tal como está el patio, hoy no llenas ni un teatro de pueblo.

Hasta aquí la parte tradicional de las campañas. Ponen el foco en ella porque es lo que menos les importa. En nuestros días, el verdadero esfuerzo de campaña, donde de verdad se parte el bacalao, es en territorios de comunicación y movilización que pasan por debajo del radar de nuestros obsoletos legisladores y del control de juntas electorales y tribunales de cuentas. Ese territorio se llama Internet, ciudad sin ley, y ahí pasa de todo:

Enormes bases de datos, construidas durante años, que permiten lanzar envíos masivos –y también segmentados- de correos electrónicos a millones de personas;

Utilización intensiva  de Whatsapp, Telegram y otros dispositivos de mensajería instantánea para difundir contenidos en círculos concéntricos con la seguridad de que se alcanza a públicos afines;

Producción continua de piezas audiovisuales, de bajo coste de producción y alta potencia creativa, para viralizar en la Red. Cuando son suficientemente espectaculares, esas piezas se convierten en noticia, saltan a los medios convencionales y obtienen una difusión gratuita que sería impagable como publicidad;

Organización de ejércitos de activistas en las redes sociales que se movilizan concertadamente, inundan las conversaciones con mensajes prefabricados y lanzan operaciones masivas de ataque y hostigamiento a los rivales. Especial atención a los considerados “influenciadores”, que en realidad son más bien influenciados y no se dan ni cuenta de ello. Es la versión moderna de la guerra psicológica.

Podría seguir describiendo cómo es una campaña electoral en la segunda década del siglo XXI. Nada de ello es controlable en términos de gasto, y ya se ocupan los concienzudos negociadores de vallas y banderolas de que siga siendo así durante mucho tiempo. Por eso las solemnes reuniones en el Congreso para acordar supuestos ahorros de campaña son lo más parecido a una broma pesada, una más.

Una reflexión final: siempre he pensado que, desde el punto de vista de la higiene pública, lo que hay que controlar no son los gastos de los partidos, sino sus ingresos. A mí que me garanticen que todos los euros que entran en un partido son limpios y de origen conocido, sin Bárcenas ni nada parecido en las cañerías por las que fluye el dinero. Y después, si ese partido decide gastárselo en invitar a sus militantes a gambas o en comprar chupa-chups con la foto del candidato en el envoltorio, es su problema. Pero nos hacen mirar al lugar equivocado: por dónde sale el dinero y no por dónde entra. Lo dicho, una impostura más dentro de la gigantesca impostura política que nos ha traído hasta aquí.