1. TIEMPO PERDIDO. La conmemoración de los cinco años de la celebración del 1-O se ha producido en un contexto de tensión entre los socios de Govern, que es uno más de los muchos encontronazos que Junts y Esquerra mantienen desde hace tiempo. Cinco años atrás, los actores políticos era parcialmente otros, PDeCAT y Esquerra, pero las divergencias eran las mismas, porque la interpretación de la realidad de Puigdemont y Junqueras, que son los líderes políticos del proceso, no tiene nada que ver. El sábado eso quedó ratificado en el acto del Arco de Triunfo cuando Puigdemont criticó a los sepultureros del 1-O. En realidad, Junts y Esquerra ya no son los vasos comunicantes que eran en otros tiempos Esquerra y CDC, a pesar de las divergencias ideológicas que les separaban. No lo son porque la disputa entre los dos partidos actuales es sobre el relato nacional y no social. Si nos detenemos a observarlo bien, no hay duda de que Junts es una opción moderada, actualmente de centroizquierda, donde caben liberales, progresistas y socialdemócratas. Por eso a menudo se entiende mejor con los socialistas, con quienes comparte una determinada forma de entender la acción política. Esquerra, en cambio, a pesar de la propaganda centrista, tiende a escorarse hacia los planteamientos de los comuns, en las formas y en el desprecio perdonavidas a todo aquel que se les resiste. A los republicanos les gusta vanagloriarse de que son de izquierdas levantando el puño, como en su tiempo lo levantaba Alfonso Guerra mientras viajaba a Roma en un jet del ejército español para ver a su novia. Una expresión del populismo avant la lettre. Insistir en la unidad entre Junts y Esquerra es perder el tiempo. Solo ha enrarecido el ambiente y ha desprestigiado los liderazgos porque muchos de los ciudadanos que el 1-O salieron masivamente a votar, hoy ya no confían en ellos. Se han hartado del vacío de los discursos. La CUP ni está ni se la espera.

2. MIRARSE DE REOJO. En la era de la comunicación es difícil esconder algo. A raíz de la destitución fulminante del vicepresident Jordi Puigneró, las redes se han llenado con la imagen de Pere Aragonès sentado, inerte, junto al president Quim Torra, el día que Esquerra votó desposeerlo de su condición de diputado, paso previo a la destitución definitiva. Si yo hubiera sido Torra, tengan por seguro que habría destituido a Aragonès al instante. Por eso comprendo que el president Aragonés haya destituido a Puigneró si realmente no le advirtió, aunque solo fuera con tres cuartos de hora antelación, que Junts iba a presentar la propuesta de que se sometiera a una cuestión de confianza si no daba respuesta a su petición de poner fecha y contexto al cumplimiento de los acuerdos de investidura. Aragonès, que está tutelado permanentemente por Junqueras, ha querido aparentar autoridad, interna y externa. Los de Junts, en cambio, no saben cómo tratar a los republicanos cuando se muestran desleales y tóxicos con ellos. Se excusan con el argumento de que ellos son responsables, que el fin les obliga al acuerdo, que el bienestar de los catalanes convierte en imprescindible el ir tirando para mantenerse en el poder, que era la marca de fábrica de CDC. Sé de qué les hablo, porque trabajé con los convergentes durante la época que estaban en la oposición y se inventaron la Casa Gran del Catalanisme. Sufrían mucho. Yo también era el hombre que los hacía sufrir, como debe recordar Josep Rull. Con el tiempo fui descubriendo que aquella propuesta no era estratégica, sino un mero instrumento para volver a gobernar. Pueden tildarme de ingenuo, pero entonces no lo supe ver. En 2010, CiU recuperó el poder más por los errores de Esquerra y la nefasta gestión del president Montilla que por sus aciertos. Junts, sin embargo, no es CDC, como quieren aparentar algunos articulistas y, sobre todo, el entorno de los republicanos. Es un partido, por encima de todo, independentista, y su única razón de ser es, precisamente, esta. Si no fuera así, no existiría. Si deja de serlo, no tendrá futuro. Se dividirá.

Creer en la política de ruptura comporta aceptar el riesgo de la confrontación y de permanecer en la oposición. Con gobernar bien no basta para provocar el cambio

3. EL TRIPARTITO. La actual coalición de Govern es, en realidad, un tripartito, porque Junts son dos partidos en uno por demérito de sus dirigentes. Esquerra lo sabe y por eso Aragonès convocó un Consejo Ejecutivo extraordinario y obligó los consejeros de Junts a “confesar”, como si fueran párvulos, si apoyaban o no la decisión de su partido. Buscaba la traición. Menos Puigneró y Geis, todos los demás consejeros, incluyendo la independiente Victòria Alsina, son turullistas. Esto quiere decir que son herederos y reivindican siempre que se les presenta la ocasión a CDC y Jordi Pujol. Tienen como guía espiritual a Artur Mas, que les parece mejor líder que su secretario general. Junts ha necesitado una “agresión” poco inteligente por parte de Esquerra para cohesionarse. Los consejeros de Esquerra que habrían querido evitar el actual choque de trenes, se dan cuenta perfectamente de que la expulsión de Puigneró proporcionará oxígeno al “compañero” de coalición que querrían ver muerto. No sé cuál será el resultado de la consulta a la militancia de Junts sobre si deben marcharse o no del Govern. Lo que sí sé es que la ejecutiva de hoy debe tener el espíritu de liderazgo que no ha tenido hasta ahora y recomendar a la militancia una opción u otra. Si en la ejecutiva ganan unos, perfecto, que defiendan su postura y que los disconformes, sean cuantos sean, reflexionen sobre cómo actuar a partir de aquí.

4. LA OPOSICIÓN EMPODERA. Cuando resaltas que el PSC lleva años en la oposición y, aun así, es el primer partido de Catalunya, la respuesta inmediata es que los socialistas catalanes viven del poder que tiene el PSOE y de las alcaldías metropolitanas. Quizás sí, pero este argumento no lo justifica todo. Estar en la oposición se puede vivir como una condena, como pasó con los convergentes, o aprovecharlo como una gran oportunidad. Junts tiene que volver a ser lo que era el 21-D de 2017, que fue cuando se constituyó. Lo que no puede ser es promover un tipo de acción rupturista desde el exilio, mediante el Consell de la República, y en el interior no tener otro tipo de acción política que no sea ocupar cargos institucionales. En el paseo Lluís Companys, el gentío afeó a unos y aplaudió a rabiar un discurso de Carles Puigdemont que liga poco con los llamados pragmáticos de su partido. Creer en la política de ruptura comporta aceptar el riesgo de la confrontación y de permanecer en la oposición. Con gobernar bien no basta para provocar el cambio. Este error idealista ya lo cometió Artur Mas, que se pensó que un Govern ejemplar, de los mejores osó calificarlo, le aseguraría el apoyo de la población a los sacrificios sociales. El pensamiento mágico se apoya en un mal diagnóstico que lleva a errar en el pronóstico. La famosa hegemonía que anhelan todos los partidos no se consigue así. Es necesario frecuentar barrios, pueblos y asociaciones. Hay quien considera que visitando alcaldes y a los jefes de su partido de comarcas ya conoce el pulso del país. La gente, el pueblo, es otra cosa. La mayoría de la opinión publicada, televisada, radiotransmitida o tuiteada es monocorde. Salvo algunas voces disidentes, todos los opinadores son de la misma cuerda y generan una interpretación de la realidad que no representa necesariamente la mayoría independentista. Esquerra proclama que quiere ampliar la base y en realidad lo único que hace es intentar expandirse para ocupar el espacio de Junts y retener el poder durante muchos años. La ola explosiva puede acabar socavando la fuerza del 1-O por asco, aburrimiento y una falta total de proyectos de unos liderazgos pequeños e impotentes. La oposición es una ventana de oportunidad para Junts, que entonces dejará de generar el ruido inútil de ahora y quizás recuperará los principios. Los principios son el motor de cualquier acción política y de gobierno.