“La política, señorías, no es el arte del engaño, ni del disfraz, ni de la fabricación de cócteles de distintos sabores”.

Estas palabras corresponden al discurso de Pablo Iglesias en la sesión de investidura de Pedro Sánchez. Aquel día, Iglesias interpretó a la perfección el papel del revolucionario insobornable dispuesto a fustigar con su verbo inflamado a los partidos y a los políticos que engañan y oprimen al pueblo: es decir, todos menos el suyo. En su segunda aparición vimos a un Iglesias meloso y cursi, repartiendo besos y cariños con dulzura estomagante. Luego apareció el político astuto y ambicioso, que se autonombraba vicepresidente del gobierno y reclamaba para sí el control de las cañerías del Estado. Más tarde, el implacable profesional del poder que fulminaba a los desleales y abría una purga interna que aún está por concluir; el pasado miércoles apareció el Iglesias amistoso y guay, flexible y abierto a todos los pactos y disponible para reunirse con cualquiera, faltaría más; y el sábado, el líder de exquisita sensibilidad democrática dispuesto a que sean las honradas bases, y sólo ellas, quienes decidan si Podemos debe apoyar o no a Sánchez (algo de razón tienen los socialistas: si lo de la consulta vale para la segunda investidura, podría haber valido igual para la primera). 

Iglesias ha demostrado ser el político más camaleónico que hemos visto en España desde Lerroux. Con su infinita capacidad para encarnar distintos personajes está siendo el gran animador de este larguísimo proceso negociador, por lo demás tedioso y desesperante.

Las encuestas no sirven para predecir lo que ocurriría en la votación del 26 de junio, pero sí para saber quién tiene más motivos para temerla

Como Iglesias, esta historia también ha pasado por distintas fases. Durante las navidades se hizo la digestión del 20-D y se construyeron los discursos para transformar los fracasos electorales en oportunidades de gobierno. Luego vino la fase “partida de mus”, en la que nadie mostraba sus cartas pero todo eran señas, faroles, pases negros como el de Rajoy y osados envites como el de Sánchez. Ello dio paso a la “fase programática”: cada pocos días nos caía un tomazo de no menos de 50 páginas cargado de recetas y soluciones para todos los problemas de España. Leímos el documento del PSOE, el de Podemos, el del PSOE con Ciudadanos… Rajoy ya pasaba de todo y de todos: presentó indolentemente medio folio con cinco puntos garabateados, dio orden de que se pusiera en marcha el comité electoral y se dispuso a hacer lo que más y mejor sabe: esperar –sin perder de vista la crónica de tribunales. 

Tras el descanso pascual, hemos entrado en la recta final, que es la de las encuestas y las consultas a las bases.

Las encuestas no sirven para predecir lo que ocurriría en la probable votación del 26 de junio, pero sí para saber quién tiene más motivos para temerla y descodificar los movimientos de cada partido en esta fase ya agónica de la negociación. A partir de ahora, todo se hará en función de la expectativa electoral. 

Rajoy es el que menos dudas tiene: va directo a la urnas. No porque espere obtener un resultado grandioso, sino porque no le queda otra, ya que ha recibido personalmente una inequívoca no-invitación para esta función negociadora. Confía en que una nueva victoria –aunque sea pírrica- lo desapeste políticamente. Y ¿quién sabe?, el PP y C’s ahora mismo suman 163 escaños: con siete más serán 170, y con esa cifra se gobierna seguro. Quizá entonces Rivera se muestre más razonable. (Por cierto, aunque se han ocupado de camuflarlo, con los datos de la encuesta que ayer publicó El País la suma de PP y Ciudadanos tendría una mayoría absoluta holgada. Así que eso de que “todo seguiría igual” es un cuento chino). 

Ciudadanos cada vez tiene menos miedo a las elecciones. En diciembre esperaban ser la bisagra imprescindible de todas las combinaciones de gobierno, pero ese bingo le cayó a Sánchez –que lo ha exprimido hasta la última gota. Rivera es el que menos cosas extravagantes ha hecho durante estos meses y hay crecientes síntomas de que en junio podría conseguir lo que no logró en diciembre.

Está visto que en términos electorales para este PSOE cualquier tiempo futuro puede ser peor   

Los del PSOE andan desconcertados y no saben a qué carta quedarse. Por un lado, Sánchez se ha erigido como el protagonista máximo de este proceso. Hoy es el único candidato presidencial sobre la pista. Ha domado a sus barones enredándolos con el calendario institucional y el orgánico. Y su estrategia se va cumpliendo puntualmente: Plan A, ser presidente. Plan B, ser candidato en las elecciones sin que nadie comparezca contra él. Desde el punto de vista táctico, sobresaliente. 

Y sin embargo, las encuestas de Cebrián regatean al PSOE cualquier mínima ganancia en intención de voto. ¿Qué está pasando? ¿Miles de horas de televisión y todo un debate de investidura para no avanzar ni un centímetro? Les quedan tres semanas para sacar adelante el Plan A, porque está visto que en términos electorales para este PSOE cualquier tiempo futuro puede ser peor. 

Y a los de Podemos, que en enero se relamían pensando en el seguro sorpasso, ahora no les cabe el miedo en el cuerpo. Entre el Iglesias arrogante y provocador de principios de año y el comprensivo y amistoso de los últimos días hay un reguero de desgracias que hacen presagiar lo peor. Sánchez se niega a dejar plantado a Rivera para casarse a la valenciana: o ménage à trois, dice, o nada. Además, las confluencias ya saben que presentándose junto a Podemos no tendrán sus grupos parlamentarios, así que hay riesgo cierto de diáspora. También está lo de Errejón y los suyos: según el guión, eran los socialistas los que tendrían que estar matándose entre ellos por estas fechas. Y por si faltara poco, lo del déficit: no es fácil explicar cómo casa el programa económico de Podemos con el recorte de 25.000 millones que espera al próximo gobierno. 

Si las encuestas sirven para interpretar quién quiere elecciones y quién no quiere ni verlas, lo de las consultas a las bases es un indicador infalible de líos en la cúpula partidaria. Es el gran descubrimiento de la nueva política: cuando a un líder le empiezan a tocar las narices los dirigentes de su partido, el recurso inmediato es: ¡a las bases vais! Y a ver quién es el valiente que se opone, quedando como antidemócrata.

Miren a las consultas a las bases y sabrán quién quiere puentear a los demás dirigentes de su partido

Las tales consultas parecen el colmo de la democracia interna, pero tengo para mí que en realidad son el colmo de la manipulación y camino seguro hacia el cesarismo. Reducen la complejidad de las decisiones estratégicas a la simplicidad plebiscitaria de un Si o un No; se prestan a preguntas sospechosamente favorables para quien las formula; destruyen la organicidad de los partidos y anulan a los órganos colectivos de decisión y de dirección. Sólo queda viva la relación directa entre el líder, depositario exclusivo de la legitimidad, y “sus” bases. Peronismo en estado puro. 

Así que ya saben: durante estas tres semanas, miren a las encuestas y sabrán quién necesita un acuerdo y quién no. Miren a las consultas a las bases y sabrán quién quiere puentear a los demás dirigentes de su partido para hacer lo que le venga en gana. Continuará.