Trump ha ganado las elecciones americanas. Se escribe mucho de ello, a trompicones, con empujones y codazos. Donald Trump exorciza espectros de todo tipo. Los que el mismo día de las elecciones americanas proclamaban la mecanicista, determinista e infalible victoria de Hillary Clinton, se despertaron con la obscenidad más chocante que hemos podido vivir en nuestro real político. El magnate Trump, el socialite de Manhattan, de excentricidades en correlación a su fortuna, y con un ideario heterodoxo conservador populista será el próximo presidente del Imperio.

Los mismos expertos que fueron incapaces de analizar el pasado y el presente más allá de sus prejuicios y preferencias ideológicas son ahora los que corren en explicar por qué Trump ha ganado las elecciones. Hay demasiados oráculos. La prensa que los alimenta es la que de manera abrumadora dio apoyo a Clinton. Con la misma falta de criticismo que abordaron el movimiento socialista que Bernie Sanders encarnó en las primarias demócratas, la letal combinación de la prensa y los expertos sirvieron de baluarte de un sistema político y económico con graves déficits, limitaciones y problemas estructurales y circunstanciales. Fuera de la artificial cuadriculación racional de este mundo de la opinión y el intelectualismo académico, las pulsiones y las emociones establecieron su imperio.

La letal combinación de la prensa y los expertos sirvieron de baluarte de un sistema político y económico con graves déficits

Naturalmente, todo este descalabro se ha querido hacer encarnar en Trump. Trump es el síntoma, no la enfermedad. En propiedad, el descalabro pertenece a la prensa, a los expertos y a las élites políticas del partido demócrata y su cara visible: la dinastía Clinton. La artificialidad que se había creado, la separación entre lo real y la antipolítica liberal-progresista era tan abismal que de repente millones de americanos de las dos costas se despertaron con una realidad absolutamente diferente a la que habían estado mirando por la ventana del New York Times o el New Yorker.

Que las élites liberal-progresistas americanas estuvieran en un limbo antipolítico de la defensa a ultranza de un sistema neoliberal incapaz de encarar los graves problemas actuales de la diversa sociedad americana, no significa que los conservadores estén en mejores posiciones. El partido republicano y su élite neoconservadora han mostrado mucho más que tibiez ante la elección indeseada de Trump como candidato propio. Su victoria fuerza la máquina a una reorientación que implica la superación de la ideología neocon tal como la conocemos hoy, heredada de su irrupción de 1964 con el candidato republicano a la presidencia Barry Goldwater. No en balde, la futura administración Trump se perfila como la menos homogénea en un gobierno republicano desde Richard Nixon. De lo contrario, no se podría entender que la derecha más reaccionaria y racista representada por Steve Bannon -empresario y editor del digital Breitbart-conviva con el yerno judío de Trump y magnate demócrata de New Jersey, Jared Kushner. Este es el círculo de gobierno de la futura administración.

La respuesta de Europa a la victoria de Trump ha sido el habitual exabrupto de antiamericanismo de posguerra. Las acusaciones e insultos contra Estados Unidos, en general y como país, han superado la histeria liberal-progresista de las costas americanas. Para el europeo medio y, especialmente, su experto, Trump es el pus de una culpabilidad americana, basada en su mera existencia como Imperio contemporáneo del siglo XXI. En este caso, Trump es la excusa necesaria para emprender el enésimo ataque a América y todo lo que representa—aunque lo que represente siempre acabe siendo un poco vago y cubierto por la cantidad de víscera que vertebra el discurso europeo antiamericano. No hay que decir que tanto catalanes como españoles sobresalen en este ejercicio antiamericano con similar energía y estridencia.

Buscan bajo las piedras cualquier cosa que les permita entender a Trump y su victoria. El desasosiego es muy grande y llega muy tarde

Desde que observé que la ventaja de Clinton se recortaba en los llamados swing states como Pennsylvania y Florida dejé de leer análisis y las voces de los expertos. De repente, me sentí como uno de los hillbillies americanos: cargado de un profundo estigma de incomprensión, agravio y desconexión del relato analítico, intelectual y académico que ha alimentado y alimenta ávidamente mis lecturas y referencias. Las palabras de los autores que me eran referencia se volvieron vacíos cantos al sol ante el golpe de lo real. Todos invocaban la moral y ya empezaban a entonar el sobado God help us. Los sondeos, en la espiral de imprecisión reciente, eran meros instrumentos de una falsa objetividad neoliberal. La hilera de expertos competían para ver quién decía la mayor ocurrencia, quién ofrecía un análisis más atrevido, en aquella busca tan americana del edge— el comentario genial y alternativo que convierte el margen en un provechoso centro— o beneficio económico. Este ejercicio sólo se ha exacerbado después de la victoria de Trump. Buscan bajo las piedras cualquier cosa que les permita entender a Trump y su victoria. El desasosiego es muy grande y llega muy tarde.

El limbo de un desasosiego intelectual y mi identificación implausible con los hillbillies americanos me ha empujado a reconsiderar el peso y la importancia de una vieja amiga mía: la intuición. La intuición supera la objetividad del análisis en tanto que espuria vanidad ideológica revestida de verdad inmutable de naturaleza mecanicista. La intuición alcanza la subjetividad y confía más en los poderes más genuinamente propios del sujeto que toda la pesada pompa ilustrada. Cuando me refugio en el sujeto siento más certeza en mi visión del mundo, pero también mucha más fragilidad. Es en esta fragilidad que el «no lo sé» se convierte en una respuesta aceptable ante el presente y nuestro porvenir.

El bombardeo mediático y de los expertos no me deja pensar. La lectura amontonada y apremiada no me deja escribir. Desde el 9 de noviembre, día del resultado electoral, que no leo nada. Necesitaba escuchar mi intuición a partir de la memoria. Eso suponía tener que recurrir a mis propias conexiones y recuerdos vivenciales. Así y todo, tal como he dicho, la intuición no es infalible; es su opuesto más radical. Es en esta fragilidad que ofrezco las reflexiones siguientes.

No tenemos un manual para lo que viene. Quizás aquí radica parte del encanto que encuentra el hillbilly y el trabajador blanco protestante y nacionalista americano

Donald Trump se puede convertir en un presidente autoritario de tics fascistas, en un presidente mediocre y de poco nivel con una vida corta, o en un presidente tan heterodoxo que llegue a hacer alguna cosa de provecho. No tenemos un manual para lo que viene. Quizás aquí radica parte del encanto que encuentra el hillbilly y el trabajador blanco protestante y nacionalista americano. En la desesperación vital, la solución desconocida. Como el hillbilly, no sé qué será Donald Trump y es posible que el lector se sienta frustrado. Sin embargo, los expertos que se despeñaron ruidosamente el 8 de noviembre y que todavía hoy siguen retronando con su rollo tampoco saben qué será Donald Trump. Su vergüenza los pone codo con codo con el hillbilly.

Es probable que la certeza sea sólo dominio eminente de los cínicos, como el querido Slavoj Zizek o el cineasta con problemas de sobredosis de hamburguesa. Bernie Sanders está feliz y ni se esconde. Los millennial marxists de Jacobin Magazine se frotan las manos y sienten un hormigueo por la juerga segura que viene. Los business as usual de la burrada de los hedge fund sigue haciendo dinero y no hay elección o presidente que cuide su psicosis. Los hillbilly respiran aliviados en su miseria y su miedo al mundo moderno. Mi intuición me hace coger una pizca de todos ellos. En cualquier caso, con o sin Trump, la casa dividida de Estados Unidos existía antes de su advenimiento y seguirá existiendo bajo la administración del presidente de lustroso tupé.

La polarización de la vida americana es fruto de mantas causas que han ido a confluir en el advenimiento de un presidente populista, felizmente populista y que es ideológicamente controvertido tanto para los suyos como para los demás. Trump no polarizará nada que no esté ya polarizado y crispado. En el fondo, el magnate tendrá que gestionar todas estas causas que lo han acabado encaramando. Los cínicos esperan que ello acelere las contradicciones del sistema político y económico americano. Los millennial marxists ya saben por la experiencia con Reagan que lo que haga o deshaga Trump puede quedarse como un fait accompli universalmente aceptado -y encima bien visto por el legado mainstream de la historia. Sea como sea, la economía será el gran motor-oculto o no—de la futura administración Trump. Por descontado, los despojos neocon intentarán impulsar medidas de las culture wars. Con todo, los diferentes referéndums celebrados simultáneamente a las elecciones presidenciales en diferentes estados señalan que los espasmos libertarios de la cultura americana continúan vivos. La legalización del cannabis es un ejemplo de ello. Pero por un ejemplo de libertad que encontramos, también encontramos la brecha de las crecientes desigualdades, el empobrecimiento de la clase trabajadora y media, la automatización laboral, la pesadilla sanitaria y la disciplina capitalista.

Al final del día, Estados Unidos lucha por continuar poder asumiendo el coste de la libertad. Todo queda resumido en la libertad y ninguna de las causas mencionadas se puede entender sin la libertad. Esta libertad es la redención que América busca y ofrece al mundo—en una excepcionalidad tan terrible como maravillosa. No sabes muy bien lo que es. Pero, de repente, en América todo parece posible y vives empujado por la creencia de que puedes hacer cualquier cosa que te propongas. No hay más impedimento que tu propia responsabilidad adulta.

América parece no haber superado en mucho lo que Alexis de Tocqueville dejó escrito en su Démocratie en Amérique. Pueden haber pasado los decenios, las guerras y las crisis. América puede haber prohibido el alcohol, perseguir fantasmas comunistas, sufrir revelaciones religiosas, y entregarse a la fornicación más sensacional. Pero la energía primigenia de Estados Unidos ha sabido preservarse, justamente porque ha sabido preservar la igualdad moderna en la desigualdad capitalista de clase; porque ha sabido preservar —en palabras de Jedediah Purdy, mi intelectual hillbilly preferido— una anarquía tolerable hecha de retales radicales y reaccionarios. Para Purdy, este caos primigenio de puritanos y dueños de plantaciones de esclavos es la paradoja sacrificial de la libertad americana, la que lleva tanto a la ley seca como los hippies promiscuos.

América ni espera, ni descansa. La libertad es frenética. Quizás éste es el motivo de su éxito

Trump puede ser otro cordero útil para esta redención americana. O puede añadirse a la lista de presidentes mediocres y cretinos —¿quién recuerda Chester Arthur? O puede inaugurar la lista de presidentes autoritarios, que no habrán querido ofrendarse en el altar de la religión americana. En realidad, todo fermento está presente. Será una tensa espera, observando. Pero América ni espera, ni descansa. La libertad es frenética. Quizás este es el motivo de su éxito. Trump podrá empujar hacia una dirección. Tendrá toda una sociedad dispuesta a empujar en una multitud de direcciones opuestas. De la misma manera que la mayoría moral de los neocon del decenio de 1980 fue una ficción plausible de reaccionarios revolucionarios, Trump en tanto que espectro del fascismo, puede acabar igual. O, naufragado hoy el neoconservadurismo, Trump lo puede llegar a hacer bueno. La misma ansiedad que tienen los fracasados expertos es compartida por la gran totalidad de sus lectores y detractores.

De la ansiedad del pesimismo del experto y el progre, a la ansiedad del optimismo del hillbilly, América se elabora de una manera única. Quien esté dispuesto a pagar, encontrará la libertad. Casa con su capitalismo triunfante, la esclavitud de nuestro tiempo. Todos los que nos hemos mecido en ella hemos degustado esta libertad y sabemos el precio que hemos pagado. Hemos contado los latigazos en la espalda y arrastrado los grilletes de la disciplina de su capital. América siempre ha sido exigente en su tolerable anarquía de puritanos y esclavistas. Y muchas veces ha pedido más de lo que ha ofrecido. Mientras muchos todavía se baten, otros pagamos hasta donde pudimos. Redimidos, o sacrificados, o resentidos, acabamos añorando el néctar libertario y nos queremos hacer creer a nosotros mismos que no era un precio tan caro y que lo podríamos volver a pagar.

Mientras América pueda redimir en la libertad, América seguirá funcionando—mejor o peor, con sus amos y sus esclavos. Eso es lo que Trump puede acabar destruyendo. O no.