Americanizarse no significa ni comer hamburguesas, ni consumir cine de Hollywood, ni vestir de Abercrombie. Americanizarse, afortunadamente, tampoco significa convertirse en un tronado libertariano o en un catalanísimo discípulo de Ayn Rand y su clamor a la avaricia y el egoísmo más putrefaccioso. Desgraciadamente, esta es la americanización que tenemos, que nos llega, y que consumimos. Nos estamos quedando con la peor versión de los Estados Unidos, la más chillona y, al mismo tiempo, la más dudosamente americana.

Cada vez que algún gurú de la vida y la vía americanas empieza a predicar las virtudes o ventajas de la nación jeffersoniana, no puede evitar reflejar su propio éxito o fracaso. En cualquier caso, sea éxito o sea fracaso, lo que realmente importa de este tipo de predicaciones son los silencios tristes que omiten la auténtica historia y realidad de aquella persona. A menudo, esta historia y realidad contienen mucho menos encanto de lo que se vende.

La primera virtud cantada de la americanización que nos queremos alcanza la ética de trabajo. Los juguetes rotos de la telepredicación yanqui generalmente obvian –i tienen que obviar– dos dimensiones importantes de la excelsa apología del trabajo duro y frenético: la obra del sociólogo alemán Max Weber y las solidaridades americanas.

El calvinista puritano se somete a los trabajos más duros con el fin de demostrar y demostrarse que es uno de los salvados

Cuando se nos quiere vender que hay que trabajar muy duro para conseguir un objetivo, no se puede desvincular esta ética del trabajo de la motivación primigenia. Weber, en su La ética protestante y el espíritu del capitalismo, busca los orígenes de esta obsesión por el negocio en los cristianos protestantes –calvinistas puritanos– de la Nueva Inglaterra del siglo XVII. Muy brevemente, su tesis se desarrolla de la manera siguiente: a partir de la elección incondicional de Dios de sus devotos fieles por la gracia, todo el plan de salvación divina ya ha sido predeterminado. El fiel solo puede ofrecer fe, estudio bíblico y vida ejemplar en Cristo. En este sistema teológico se puede desarrollar –y se desarrolló históricamente– una terrible angustia: se quiere tener la certeza de que se es salvado en el plano divino –i disfrutar de la vida eterna–. A partir de aquí se opera la gran distinción que Weber ejecuta con gran arte: el calvinista puritano se somete a los trabajos más duros con el fin de demostrar y demostrarse que es uno de los salvados. Puede ser que la vida terrenal sea una miseria en pecado, sin importancia, pero se puede encontrar un reflejo de esta salvación mediante el éxito personal. Naturalmente, el puritano calvinista no era capaz de desvincular este éxito material de una elevada y virtuosa vida espiritual.

Entre los puritanos de Weber de antaño y los materialistas del hedge fund de hoy hay un abismo. Con todo, el origen no es banal, es una pieza clave. Si queremos construir una ética de trabajo, todavía en el secularismo posmoderno hay que comprender la dimensión religiosa del espíritu del capitalismo americano, y el hecho de que los Estados Unidos siguen siendo, a pesar de todo, un país profundamente religioso.

La ética del trabajo estremecedor no solo tiene un origen religioso, sino que tampoco se puede separar de la intensa solidaridad que se teje dentro de la sociedad americana. El egoísmo, el individualismo del lobo solitario capitalista que trabaja 25 horas al día y que todo se lo ha ganado a base de esfuerzo y mérito es manifiestamente falsa porque está falta de una parte de la historia. América es una solidaridad. Tal vez no es una solidaridad siempre visible. Tal vez no es una solidaridad de moda. Así y todo, cada inmigrante, cada nativo la ha disfrutado en algún momento de su largo camino. Incluso es posible que algunos de los momentos más importantes de su existencia americana se hayan basado en un acto simple y puro de ayuda desinteresada. Puedes pedirla o no, pero ciertamente la recibirás seguro. Y es, en muchos casos, una ayuda transformadora. La comunidad inmigrante del melting pot americano es grávida en solidaridades, pobre del colectivo étnico que no la practique, ya que estará destinado a la desaparición.

La segunda virtud glosada de la americanización que nos hace falta es la libertad. Tal como expliqué recientemente en un artículo en El Nacional, la libertad es lo que redime América de todas sus vilezas. La libertad americana es lo que te permite hacer y ser lo que quieras. De repente, tu sueño furtivo tiene un pie en la realidad. Siempre está la inminencia que lo que quieres se consiga –aunque sea lejanamente imposible–. Muy probablemente, la libertad americana es tan excepcional que no se puede reproducir en ningún sitio más. La anarquía tolerable que Edmund Burke describió con finura en plena guerra de independencia americana es el producto de los dueños de plantaciones esclavistas y puritanos calvinistas. Ambos grupos construyen la sensación de emancipación humana y control adulto sobre el presente –el esclavista– y el futuro –el puritano–. Ser americano y practicar la radical libertad significa ser adulto y plenamente responsable. Es la libertad del hombre de pie, pero al mismo tiempo del hombre desnudo que se tiene que construir y reconstruir desde cero una vez y otra.

Me gusta poder pensar que la fácil excitación americana es la marca de la libertad americana. Como todo es posible, el americano se deja fascinar por cualquier cosa, la piensa, y la transforma. En una libertad como esta, no existen límites, el riesgo es inherente a la responsabilidad adulta, y se rompen todas las barreras. Y, paradójicamente, este impulso convive con y vive gracias a la religiosidad americana. Es por eso que los americanos han tenido ya cuatro desvelos religiosos –sin contar a los puritanos del Mayflower.

La democracia no es solo un sistema de gobierno, es toda una organización social, una manera de entender cómo te relacionas con el otro

La tercera virtud enaltecida de la americanización es la democracia. Hablamos mucho de democracia y América. Citamos el detallado análisis de Alexis de Tocqueville. Pero quizás no acabamos de saber qué es. En el fondo, los catalanes provenimos de una democracia asfixiada por una sociología que todavía es franquista. La democracia no es solamente un sistema de gobierno, es toda una organización social, una manera de entender cómo te relacionas con el otro y cómo resuelves retos y disputas. Puede parecer muy obvio exponer este hecho. Y sin embargo obviamos esta obviedad demasiado a menudo. Para tener una democracia hay que tener una radical igualdad. Desde su nacimiento, América disfruta de una igualdad liberal, es decir, de una igualdad capitalista donde no hay otra desigualdad que la de clase –incluida la racista–. Eso puede parecer también otra obviedad. Pero tanto en Catalunya como en España se articulan muchas otras desigualdades aparte de las propias del capitalismo. Cuando tu sociedad es nueva, joven y migrante concebir la igualdad es fácil; cuando tu sociedad es antigua, vieja y étnica te hace falta una revolución francesa.

Cuantas más desigualdades acumula una sociedad, más conflicto genera en una dinámica que la democracia no puede absorber. Por la desigualdad capitalista racista, América tuvo que resolverse en una guerra civil. España arrastra cuatro desde 1836 y todavía no ha resuelto tantas de sus desigualdades y conflictos –empezando por la cuestión catalana–. El conflicto democrático necesita libertad y adultez radicales; de lo contrario la igualdad del debate y la lucha se hunde. El conflicto es la espuela americana –no se puede avanzar sin él–. La polarización que se inició con Bush hijo y Obama ha sido el reflejo de la mala gestión neoliberal del conflicto de la desigualdad de clase y del espejismo del “fin de la historia” de 1989. La unanimidad y objetividad liberales sirvieron para negar la existencia del conflicto más allá del perfeccionamiento social. Eso solo agravó el conflicto. Hoy América vive el reto de resolver la creciente desigualdad de clase en el mecanismo dañado del conflicto democrático.

Espero que algún día esta americanización será capaz de llegar a Barcelona y mezclarse, para bien, con la mentalidad latina-española que nos parasita y empereza

Es posible que haya intentado presentar una visión más contrastada que las estereotipadas virtudes americanas. En el fondo, lo he sacado de mi mentalidad y mi propia experiencia. Es mi visión. Una esperanza superviviente en mí espera que algún día esta americanización será capaz de llegar a Barcelona y mezclarse, para bien, con la mentalidad latina-española que nos parasita y empereza. Suspiro, sin embargo, que nos llegarán solo las cosas buenas y la versión más genuina de América –no las versiones sociópatas que criticaba al inicio–. Vivir en Estados Unidos es una experiencia durísima, no nos tenemos que esconder. Es muy duro trabajar larguísimas horas y no ser capaz de establecer límites –el negocio es rey–. Es mucho llevar ser adulto en radical libertad y responsable de todo, todavía más si no tienes la red de un estado del bienestar o de una familia detrás. Es muy duro abrirse camino en la igualdad que solamente tiene la desigualdad de clase como conflicto social –el capitalismo queda desnudo en toda su inhumanidad–.

No obstante, esta es mi elección esencial.