No resulta un hecho nada menor que la Junta Electoral Central haya permitido televisar desde la prisión una rueda de prensa de Oriol Junqueras y Jordi Sànchez, así como que no haya tenido ni un solo reparo en facilitar la participación de Jordi Turull en un acto electoral. Mediante tal permisividad, la JEC (un órgano, ojo al detalle, formado básicamente por magistrados del Tribunal Supremo) ha vuelto a evidenciar que los aparatos ideológicos del Estado no tienen ningún inconveniente en mostrar a los presos y visualizarlos muy a menudo con el objetivo de que éstos continúen monopolizando el núcleo rector y emocional de la política catalana. El Estado, eso no puede sorprender a nadie, posee una moneda de cambio muy valiosa y no tendrá ningún inconveniente en exhibir la presa para que suba su precio. Paralelamente, a los partidos catalanes ya les va bien centrarlo todo en los presos y excitar la pornografía sentimental a las abuelitas, porque la solidaridad con los cautivos les permite disimular su rendición a España.

En efecto, el Estado disfruta mucho cuando retrata a la sociedad catalana contentísima de ver a los presos en una rueda de prensa o en el perverso goteo del juicio en el Supremo, porque estas pequeñas alegrías de homeopatía consiguen tapar el trasfondo vergonzante e injustificable del mismo proceso penal. Éste también es el motivo oculto de la retransmisión televisiva del juicio, que más allá de la transparencia y de toda cuanta mandanga, tiene la intención última de convertirlo en una serie televisiva, el Netflix de la tribu. Sabemos de sobra que cualquier fenómeno que se televisa acaba adaptándose tarde o temprano a las normas del espectáculo y que incluso la injusticia más flagrante tiene un aire de ficción catártica si aparece en pantalla. Así ha pasado con este juicio, que ya tiene su prota simpático, Marchena, sus personajes secundarios risibles (Paco, el tal Toni, la Tigresa de Badalona) y que está provocando una reacción prácticamente drogoadictiva en los televidentes catalanes.

El mejor represor es aquel que reviste sus malas pasadas con el tinte de la sonrisa magnánima

La sobreexposición visual y mediática de los presos ha conseguido banalizar una de las pocas cosas que los cráneos privilegiados del procés todavía no habían podido manchar con su insoportable cinismo: la propia represión. De hecho, es curioso comprobar como tenemos muchísimas más noticias de los presos ahora que están cautivos que no cuando ejercían en libertad. No hay semana sin su entrevista, reportaje, carta o incluso novedad editorial protagonizada por los cautivos, que no sólo han ocupado los primeros números de las listas electorales en las próximas españolas, municipales y europeas, sino que las han trufado con sus familiares. Esta exhibición de la herida, esta sobre-explotación de la injusticia hasta límites pornográficos, esta visualización que el Estado incluso ya promociona, no puede sino derivar en un clima anestesiante, la cual cosa va igual de bien a los españoles que pretenden adormitar al independentismo por lustros que a los agentes de la brigada de l’anar empenyent.

Visto que el país sufre hace tiempo de una falta evidente de comprensión lectora, debo aclarar que éste no es un texto que pretenda convertir a los presos políticos en seres invisibles ni echarlos de la vida pública; sólo faltaría. Simplemente, me limito a recordaros cosas básicas, como que el enemigo también juega y muchas veces lo hace perversamente bien. De hecho, el mejor represor es aquel que reviste sus malas pasadas con el tinte de la sonrisa magnánima: ya sabéis, la mueva que exhibe Marchena. El simpático, le dicen. Ya lo veremos el día de la sentencia…