Una buena parte de los electores indepes ya han despertado del sueño procesista y han entendido que el único incentivo de la mayoría de sus líderes (y de la piara respectiva de spin doctors, opinadores y etc.) es mantener la nómina de migajas que les asegura el autonomismo español. Hasta los espíritus más ingenuos ahora ya ven que la única ilusión de los líderes de Esquerra es la “mà estesa i la mirada llarga” para devenir la nueva Convergència y repartir los restos de la Generalitat, si es que algún día llegan a ganar unas elecciones al Parlament más allá de las encuestas; y ahora todos saben, a su vez, que la Convergència de siempre sabe que quieren robarle su pastel y reza para desactivar la fuerza simbólica de Puigdemont, retornar a la moderación masista-madista y retener chiringuitos con mucha pasta a repartir como la sacrosanta y generosísima Diputación de Barcelona.

Ahora ya todos sabéis, amados lectores, que los convergentes pusieron el jeto de Quim Forn en los carteles electorales de Barcelona con la sola y única intención de sobrevivir como fuera para acabar pactando con los sociatas en rambla de Catalunya con Diagonal. Ahora que, en definitiva, los hiperventilados somos la voz del seny y que todo cristo entiende que el cinismo es el único punto de unidad estratégica del catalanismo, es el momento de elogiar a políticos como Mascarell. Porque Ferran (así es como le llamamos los de la cultureta) todo esto que os cuento lo sabía desde hace siglos. Lo sabía tan bien como Santi Vila o Neus Munté, que piraron del Govern con suficiente tiempo como para evitar las cosquillas de la judicatura. En el caso del amigo Mascarell, ya lo sabéis, la cosa ha pasado rápidamente de un singular proyecto para la alcaldía de la capital a una vicepresidencia de la Dipu.

La política catalana actual se divide entre los líderes que utilizarán la represión española para vivir durante lustros del martirologio y, por otro lado, aquellos veteranos que no les hace falta muscular heroísmo porque saben que la cosa acabará en rendición

Cuando especulaba con presentarse a alcalde e incluso coqueteaba con participar en las primarias organizadas por Jordi Graupera, yo ya sabía perfectamente que Ferran tenía muy bien diseñado su objetivo final. Al fin y al cabo, la política catalana actual se divide entre los líderes que utilizarán la represión española para vivir durante lustros del martirologio y, por otro lado, aquellos veteranos que no les hace falta muscular heroísmo porque saben que la cosa acabará en rendición, a quien la gallardía no compensa y que con un cargo generoso en la sombra ya pueden ir tirando. Ahora todo quisque conoce hasta los váteres de la Diputación, pero pensad que hasta hace muy poco ni su presidente salía en el Telenotícies y, de hecho, esta coña del pacto sociovergente de siempre ha causado mucho escándalo, pero muy pronto, en el universo frenético de la actualidad, será cosa neolítica.

A mí, de hecho, me encanta encontrarme a menudo a Ferran, siempre risueño y educadísimo, en los recovecos del Eixample, y me reconforta muchísimo escucharle cuando lamenta lo jodidos que estamos los de mi quinta, tan preparaditos pero tan alejados de la vida pública. Me hace gracia, en definitiva, porque, anglófilo y hobbesiano como soy, siempre me ha parecido mejor el cinismo gayo que no la misma filosofía disfrazada de sufrimiento y heroísmo. Ahora que Gabriel Rufián ha decidido que los “18 meses y ni un día más” quizás se convierten en dieciocho, veintiocho o quién sabe cuántos años en el Congreso, yo le recomendaría que comiera semanalmente con Ferran, porque él conoce perfectamente el arte de la vocación de eternidad sin hacer tanto ruido y quedando siempre como un alma llena de cordura. La vía Mascarell ha triunfado, y es bueno que un país sea respetuoso con sus referentes.