Que la población olvide sus propias opiniones y finja que nunca las ha proferido es una de las marcas esenciales de una sociedad boba y amnésica como es la catalana, hoy fatalmente regida por la propaganda política y la cháchara emocional más espantosas. El caso de Josep Lluís Trapero ejemplifica este fenómeno psíquico a la perfección. Desde su primera declaración en el Supremo cuando el juicio a los presos-mártires (en el que el antiguo major de los Mossos ya reveló la existencia de un plan secreto para detener a Puigdemont y a sus consellers en caso de que una orden judicial lo exigiera), el policía más famoso del planeta ha desaparecido del Olimpo de las deidades independentistas y su nombre ha dejado de ser invocado incluso por sus compañeros de paella y Let it be.

Entiendo que al major (y a su excelente penalista) ya les vaya bien no aparecer en los monólogos de Pilar Rahola y que huyan de cualquier identificación con el independentismo, vistas las condenas por sedición a sus antiguos jefes políticos. Pero nadie puede negar el carácter de héroe que Trapero tuvo para una gran parte del independentismo cívico y de partido, y no sólo por la extraordinaria respuesta de estado que la policía catalana tuvo en los atentados de Barcelona, sino sobre todo por ser el inspirador de la actitud no agresiva del cuerpo para con los votantes del 1-O. Fue por ello que la oligarquía indepe aprovechó el gesto no intervencionista de los Mossos el día del fake referéndum para propagar la idea que, ante el caso de una declaración unilateral, la policía se quedaría en casa.

Trapero creyó que se puede ser un héroe en Catalunya y cumplir la legalidad autonómica al mismo tiempo

Todo ello, como es comprensible, no es responsabilidad única del antiguo major, sino de una clase política caracterizada por una falta proverbial de sinceridad y un exceso de trolas a quien ya iba bien que la parroquia viera a los Mossos y a Trapero como cómplices útiles para okupar el Parlament. Pero también es cierto que el antiguo major prefirió que la gente le aplaudiera en los restaurantes que no hacer declaraciones públicas afirmando que la vía unilateral le parecía una barbaridad y que él estaría siempre del lado de la pasma española. Como la mayoría de procesistas desde el pérfido Artur Mas, Trapero creyó que se puede ser un héroe en Catalunya y cumplir la legalidad autonómica al mismo tiempo. Pero, como ya hemos visto, si alguna cosa desata los nervios del enemigo es la tibiez.

De hecho, cada vez que el major repite que la intención del cuerpo que comandaba no fue la de herir a la gente y que estamparse contra la población (como así hizo la policía enemiga) hubiera sido temerario de cara a la seguridad pública, a la juez que tiene delante se le eriza el vello púbico de auténtico placer represor. No hay nada que les moleste más, insisto, que un catalán que recibe mandobles y todavía pretende hacerse el racional y fingir ser buena gente. Lo tienen en la sangre; les exaspera. Ojalá me equivoque, pero diría que Trapero volverá muy pronto al Olimpo independentista del que se había retirado por propia voluntad. Él, pobre policía cumplidor, que siempre pensó en obedecer a los españoles. Pues así te lo pagan, Josep Lluís. Así van las cosas, ya lo veis, cuando las independencias se hacen a medias, en el siempre riquísimo universo de la simbología.