Antes de impulsar una moratoria de hoteles, de prostíbulos o de tiendas de jamón jabalí, la administración barcelonesa tendría que implementar (uf) la caza y captura de los miles de voluntarios de oenegés y de encuestadores que infectan la vía pública y que, de camino entre el Eixample y el Gòtic, asedian al paseante imponiéndole dictatorialmente la pregunta: "¿tienes un minutito?". El simple uso del diminutivo (que puede imitar todas las palabras imaginables; "segundito","momentito", complementados a su vez y barbáricamente por otros jorobados de la lengua como "preguntita") ya sería un motivo suficiente para hacer caer todo el peso de la ley contra los criminales del altruismo. Pero la lengua no es la única víctima, pues el peatón capitalino que ose bajar la Rambla de Catalunya hasta el Portal de l'Àngel sufrirá una serie inimaginable de chantajes morales urdidos por Médicos sin Fronteras, Amnistía Internacional, las organizaciones destinadas a la conservación de la foca nórdica y, needless to say, la de todo chiringuito soberanista imaginable.

Los eixamplencs intentamos sobrevivir a las interferencias como podemos, ya sea impostando la mirada para evitar todo contacto suscitador de bondad con los ojos del pobrecito voluntario (que ya tiene suficiente pena con tocar los cojones a los pobres paseantes), o para responder automáticamente, como un Terminator desvagado, "no me interesa, gracias" o "tengo prisa, joven". Hay intelectos malignos que no pueden sufrir que vivamos en una de las calles más bellas del mundo y nos torturan el callejeo pacífico con sus insufribles encuestadores: "¿Que tiene veinte segundos para responderme a una pregunta?", "Perdone, que conoce el programa contra el hambre de Naciones Unidas?" Servidor responde las continuas agresiones de los esbirros del intrusismo respondiéndoles, como haría Antonin Artaud, con sonidos guturales y la mandíbula desencajada, profiriendo fonemas incomprensibles como una vaca destripada por una espada mortal. Es la única defensa contra la ubicuidad de los preguntones, que si la autoridad no elimina muy pronto, superarán a los peatones.

Si el Ayuntamiento no interviene pronto, los hombres nos veremos obligados a volver a la selva, como si la civilización estuviera entre paréntesis

Recomiendo la práctica a mis vecinos de barrio, pues hasta ahora habíamos respondido la afronta de los invasores con el recurso de la mentira ("sí, chico, ya soy socio de la Cruz Roja, gracias por vuestro trabajo", "perdona, llego tarde a una reunión") o bien impostando una falsísima llamada en el móvil: "sí mamá, ahora llego, hazme una ensalada y ya tengo suficiente, no te esfuerces". Se demuestra, por lo tanto, que la única consecuencia de la generalización del altruismo es fomentar la vida cínica. No, la solución tiene que ser la más drástica posible: a cada pregunta, proferid un grito estentóreo, lo más animalístico posible. Recomiendo especialmente utilizar el grito de la cabra Toggenburg, peludo y vetusto bicho que no falla nunca, así como los sonidos guturales que de repente ascienden a trompetísimos agudos de la ballena humpback (Megaptera novaengliae). La violencia intimidante sólo se cura con un retorno a la animalidad más básica. Si el Ayuntamiento no interviene pronto, los hombres nos veremos obligados a volver a la selva, como si la civilización estuviera entre paréntesis.

Los diminutivos son nuestra derrota, interrumpir al peatón es el paso previo a la guerra, el altruismo impuesto sólo provoca la guerra. Si los sonidos de animales no funcionan, pasaremos muy pronto a las manos.