Después de veinte ediciones sin haber puesto nunca un pie en el Sónar, ayer, a pesar de la imprevisible canícula y la pereza consiguiente, me precipité emocionadísimo a la Fira de Barcelona, y no sólo con el fin de averiguar impaciente de qué iba todo eso del festival en cuestión, pero también, resentido y vulgar, con el fin de envidiar sanamente el éxito planetario de Ricard Robles, de Enric Palau y de Sergi Caballero, tres hombres intrépidos que, prácticamente de la nada, desde la más radical de las marginalidades y sin la ayuda o complacencia del poder, siendo también profetas de un género musical que hasta hace bien poco era un mero reducto psicotrópico han conseguido edificar un trasto que ya tiene hermanos pequeños por todo el mundo y suscita la admiración de adolescentes nipones y de matronas nórdicas, un acontecimiento, y no descubro nada, que ya no es únicamente sonoro, sino que resulta una amalgama de lo mejor de la nueva industria de entretenimiento virtual, y es así como servidor, ridículamente vestido con jeans rotos y camiseta blanca, entraba la mar de contento en la Fira para dirigirse al Sónar by Day, que ya nos gusta como concepto, porque en casa eso de escuchar música de noche y restregarse con mujeres cosmopolitas en la pista de baile siempre nos ha dado mucha pereza, y, efectivamente, disfruté como un loco paseándome entre los puestos y los stands que había, muestrarios a mi criterio absolutamente incomprensibles de los que no conseguí entender ni una pizca, rebosantes de aplicaciones tecnológicas preciosísimas que permitían hacer navegar el sonido de arriba abajo en una discoteca virtual donde los armónicos viajaban como la luz de un sueño wagneriano, montañas de dispositivos increíbles que permitían hacer sonar instrumentos de percusión con el fin de entretener a los chiquillos, a través de unos chips minúsculos escondidos en un teléfono, mezcladillo de invenciones absolutamente maravillosas pero la utilidad y la razón de ser de las cuales se me escapaba del todo, de entre las cuales me llamó especialmente la atención la historia de un chico que se había incrustado un algo metálico en el cuerpo para que el mecanismo lo avisara cuando se dirigía hacia el norte, porque creía que así la vida le parecía más examinada y ya tal, una serie de ideas que deben ser la polla en vinagre pero que yo encontré absolutamente inservibles y repulsivas, por mucho que, durante un rato bien largo, el simpático colega Josep Maria Ganyet intentara explicármelas con una paciencia de santo, lo cual (pobre Josep Maria, qué tiempo perdido) todavía me las hizo digerir más opacas y espantosas, y es así como salí cabizbajo a la explanada del festival, donde había una salvífica barra de cervezas, en la cual, de nuevo grandísima frustración, no se aceptaba ni cash ni billetes, pues si querías consumir alguna cosa, tenías que pasar previamente por una máquina espantosa que incrustaba pasta en un chip de tu horripilante pulsera, ya lo veis, con la ilusión que en casa siempre nos han hecho el papelito y las monedas, la cual contrariedad me obligó a escuchar por unos instantes a una chica muy agradable que cantaba en el escenario sin ninguna opción a beber una cerveza ni nada de nada, dedicándome como un idiota a admirar a la muchacha, que cantaba bastante bien, pero de quien sólo recuerdo su simpatía y el hecho de que tenía un acompañante el cual, pianista según parece, tenia por nombre Muesli, lo cual ya fue suficiente para que ayer, después de treinta minutos en el Sónar, saliera corriendo de aquel lugar para mí absolutamente repulsivo y delirante, en el cual, por si todavía no era suficiente, uno se encontraba a padres intentando hacer bailar a sus niños al ritmo de la misma música pérfida que parece complacerles, ante la indiferencia de los niños, todo, en definitiva, para certificar que yo soy la persona más errada del mundo, pues no puede ser que toda aquella juventud tan simpática dedique tiempo y dinero a cosas que no valen la pena, y debo ser yo, en definitiva, el imbécil que no entiende nada, y es así, pensando en mi miseria, como en el instante en que estaba a punto de salir del festival, me encontré al amigo Toni Aira, opinador y articulista amado que, lejos de ir preparado con aquellas corbatas espléndidas suyas con que durante años ha excitado a todas las abuelas convergentes, se me aparecía todo cariñoso vestido de moderniqui y persiguiendo zanahorias por la Fira con una sonrisa de oreja a oreja, y es así, abatido por la imagen absolutamente transfigurada de Toni en el Sónar, como llegué a admitir y aceptar de una vez por todas, todavía más y sin remedio posible que ya, soy oficialmente uno de los retrógrados indiscutibles de esta tribu, y así, de esta manera, crucé lloroso el Poble Sec, buscando alivio en la barra del Quimet & Quimet de la calle poeta Cabanyes donde, absolutamente derrotado por mi falta de modernez y rodeado de turistas a cada uno más absurdo y esperpéntico, y también rodeado a su vez de esbeltas catalanas con los sus insufribles amiguitos pasmarotes ataviados de Ralph Lauren, pedí un combinado de lata y una serie maravillosa de bocadillitos (de erizo de mar con ventresca, de salmón con queso blanco y miel, etcétera), para acabar matando el hambre ávidamente con un surtido de quesos y un chupito de Laphroaig, una ingesta ante la cual incluso el mismo Quim, dios nos lo conserve muchos lustros, se asustó, consciente de que mi hambre respondía no al deleite, sino más bien a una experiencia traumática difícilmente compartible, y es así como he vuelto a casa y os escribo esta confesión, sin ningún punto ni un solo lugar para respirar, jodeos si os turba, sólo para que seáis conscientes de que, aparte de vuestro mejor escritor con una diferencia cada día más manifiesta e indiscutible, también soy el único reaccionario de verdad que sobrevive en Barcelona, y es así hoy como os mando que me conservéis como si fuera un tesoro bien preciado que ya se apaga, porque todo, absolutamente todo, está cayendo a la grandísima velocidad que nos imprime la suprema ley de la tontería.