Resulta cada día más interesante comprobar cómo, a medida que la convocatoria del referéndum de autodeterminación se hace inevitable, el independentismo se enfrenta histéricamente a sus miedos y la administración española recupera el lenguaje bélico admitiendo con más o menos parsimonia que no tiene ninguna forma (democrática) capaz de detener la votación. Por una parte, los líderes del procés han tanteado la base del soberanismo lanzando un globo sonda sobre las dificultades organizativas del referéndum, haciendo eso tan pusilánime de intentar traspasar la propia cobardía al alma de los ciudadanos: primero se habló de impedimentos físicos, después se dudó de la lealtad de los funcionarios y, finalmente, se ha intentado alborotar a las señoras con toda la mandanga de la compra de urnas. Pero de momento, y para sorpresa de los mismos políticos que nos comandan, el pueblo se ha tomado bastante seriamente sus promesas como para no aceptarles excusas baratas.

Por otra parte, García-Margallo recordaba hace pocos días en Barcelona, con aquella voz de cortesano ebrio que lo mira todo de refilón, como antes del 9-N él mismo había propuesto a Mariano Rajoy la suspensión de la autonomía, el control policial de los Mossos y la crema de urnas y papeletas para la votación y como el mismo presidente del gobierno se había negado a hacerle caso y generar el consecuente clima de tensión. El 9-N pudo celebrarse por un pacto implícito entre la administración catalana y la española consistente en no aplicar los resultados y dejar la organización en manos de voluntarios, un acuerdo que Mas rompió capitalizando el impulso y haciendo ver que no entendía los clarísimos autos del Constitucional que lo obligaban a no meter las narices. Adelantándose a cualquier tipo de estas excusas, la reciente legislación del TC nos ha hecho un favor inmenso: si se hace el referéndum, todos sus urdidores serán considerados desobedientes en el marco de la ley autonómica.

En un entorno donde se lucha por desvanecer responsabilidades y no lanzar la primera piedra, lo mejor sería que la iniciativa última del referéndum fuera compartida por el mayor número de gente posible

No deja de ser curioso que, en un momento donde la retórica soberanista sigue acercándose tímidamente a la desobediencia, la respuesta de muchos líderes del procés sea todavía la de acercarse al marco legal español para que les saque las castañas del fuego. Después de desfilar por el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya, por ejemplo, el vicepresidente primero de la mesa del Parlament, Lluís Corominas, declaró que la máxima representación de la cámara catalana estudia la posibilidad de presentar una denuncia contra la fiscalía y el mismo TSJC por atacar su inviolabilidad parlamentaria. Es lógico que ni Corominas ni ninguno de sus compañeros de martirologio expresara ninguna concreción sobre estas denuncias pues, como es comprensible, estas apelaciones tendrían que hacerse en las pérfidas instancias superiores jurídicas españolas. Es sintomática esta manía de apelar constantemente a quien, según la nomenclatura procesista, no para de humillarte.

Lejos de histerizarse con el embate legalista español o de apelar constantemente a la legalidad que se quiere superar (hace poco lo hacía de nuevo Joana Ortega, que continúa con su manía de ser alcaldable), sigo pensando que la mayor dosis de serenidad y de fuerza que puede dar músculo a nuestros líderes para poner fin a este tiempo de espera y de nervios se encuentra en los setenta y dos diputados a quienes se deben, expresión máxima de la soberanía popular que ha dado solidez al procés. En un entorno donde se lucha por desvanecer responsabilidades y no lanzar la primera piedra, lo mejor sería que la iniciativa última del referéndum fuera compartida por el mayor número de gente posible: a saber, que sean la convocatoria todos los diputados, aparte del gobierno y de los consellers. No es lo mismo ni tiene el mismo impacto político inhabilitar particulares, por importantes que sean, que toda una clase política representada en un Parlament democrático.

La mejor forma de evitar los nervios es convertirlos en valentía. La mejor forma de ser valiente es transformar cada impedimento en una oportunidad para ir a más. La mejor forma de ir a más y evitar la histeria es cumplir las promesas que te has impuesto y dar la cara con el máximo vigor posible y con el mayor índice de responsabilidad posible. Diría que eso lo entiende todo el mundo. Diría que eso lo puede hacer todo el mundo.