Por mucho que nos esforcemos en fingir que la idea del confinamiento nos parece una noción hasta ahora impensada y aterradora, una simple mirada al género de la distopía a nivel televisivo muestra como el aislamiento del individuo no sólo ha sido una de las constantes temáticas del siglo XXI, sino que, durante muchos años, la cultura visual de Occidente la ha normalizado como un hito deseable. De hecho, la serie yanqui que de alguna forma inició la nueva narrativa televisiva que ha explotado en la sobredosis audiovisual de HBO y Netflix, me refiero a Lost, ya especulaba con la idea de una comunidad de seres humanos que encuentra su sentido (a saber, que pasa de una existencia prototípica de clase media con sus correspondientes traumas freudianos de pacotilla a una vida rebosante de gincanas heroicas) gracias a un accidente que la deja aislada en un extraño paisaje caribeño donde el tiempo se detiene.

De una forma a menudo excesiva pero genial, la serie de J. J. Abrams revolucionaba la idea de existencia solitaria (tan bien descrita por Defoe en su inmortal Robinson Crusoe) transformándola casi en un imposible de alcanzar. De hecho, en la isla de Lost a los enemigos de la comunidad liderada por Jack Shephard se les llamaba los otros (the others), dando a entender que la alteridad por sí sola es el impedimento más importante de cara a una vida feliz. La narrativa visual ha exprimido esta trama de mil y una formas, como en la película Her (2013), en la cual Theodore Twombly (Joaquin Phoenix) vivía una relación de enamoramiento pasional prototípica de Hollywood con su asistente virtual, expresada en la voz de Sclarlett Johansson. De alguna u otra forma, el camino que se traza entre estas dos aventuras distópicas remarca el estar solo como un esfuerzo que regala sentido a una existencia humana beata.

Por mucho que compremos el discurso hortera según el cual añoramos los abrazos con los abuelos y las comidas familiares, las nuevas tecnologías nos han permitido tener un contacto mucho más permanente con el entorno afectivo inmediato que el que teníamos antes de irrumpir el virus

Parece, por lo tanto, que los humanos del primer mundo nos encontramos en aquel momento de espanto tan bien descrito por Freud en el cual nuestra peor fantasía, lejos de mantenerse en el ámbito de lo simbólico, acaba haciéndose realidad. Dicho de otra manera, y aplicado al confinamiento, nos asustamos ya no de cómo nos indigna vivir una situación aislada, sino que nos aterra que la realidad se ajuste de una forma tan esmerada a nuestra fantasía. Eso se traduce, en primer término, en la actitud con la que muchos conciudadanos han hecho catarsis del confinamiento, aprovechando para recalcar como la clausura les ha permitido no sólo recuperar hábitos de consumo cultural que la vida cotidiana les negaba, sino que además les ha regalado el privilegio de volver a vivir el cariño de su familia o de su pareja como si volvieran a sumergirse por primera vez o el de descubrir microunidades de afecto como el vecindario.

Lejos de hacerse terrible, insisto, el confinamiento nos ha horrorizado muy a menudo por su nivel de confortabilidad existencial. Por mucho que compremos el discurso hortera según el cual añoramos los abrazos con los abuelos y las comidas familiares, las nuevas tecnologías nos han permitido tener un contacto mucho más permanente con el entorno afectivo inmediato que el que teníamos antes de irrumpir el virus, y muchos de nosotros ya empezamos a pensar que el infierno, en todo caso, nos lo encontraremos cuando salgamos de nuevo a la calle. ¿Queríais distopía?, parece decirnos nuestro tiempo. Pues disfrutadla, y si no os gusta... ¡pues no haberla imaginado con tanta gracia!