A Catalunya siempre le ha complacido vivir pendiente de su Molt Honorable. Somos un país crecido emocionalmente con Pujol y Maragall, y eso, en política, se nota. El primero soñaba en algo así como una nación rica y plena dentro de aquella España plural que nunca llegó (ni se la espera), erizando el rostro mientras reñía a madrinas a golpe de toses: "¿Quién se han creído que somos, nosotros?". Maragall era más creativo y tenía lo de los indígenas de Manhattan, que dice que una buena idea siempre debe tener un aire de sorpresa y un exceso de orgullo: "¡Los mejores Juegos de la historia!" Con la excepción de Montilla, a quien no recuerda ni reivindica nadie, los catalanes siempre han dependido sádicamente de la idea de país que su primera autoridad guardaba en la cabeza. La última versión del caso, posmoderna y algo líquida, fue la astucia masista: y ahora, hijo mío, ¿qué se inventará el president?

De esta última etapa, en que la tribu vivía pendiente de cómo Artur Mas sortearía las trabas del funcionariado español para impedir la independencia, son hijas dos curiosas invenciones: el 9-N, una especie de simulacro de referéndum que nunca tuvo la intención de aplicarse (hallazgo que, desdichadamente, Puigdemont ha repetido con la variante de las porras y el heroísmo impresionante de los ciudadanos), y un trasto denominado Junts pel Sí, coalición que tenía como objetivo salvar las ahora resucitadas enemistades entre convergentes y republicanos y afianzar el resultado de la consulta antes mencionada para hacer la independencia en un periodo de dos años y medio: analizar el resultado de todo quizás requerirá los prismáticos de los historiadores, no de los articulistas; sin embargo –hoy por hoy–, de todo eso no queda ni la unidad del soberanismo ni la aplicación de un referéndum que diera voz al pueblo.

Puigdemont se ha situado en el centro del futuro político del país y, cada día que pasa, su figura gana peso por encima de la hoja de ruta

La última versión de la dependencia presidencialista es el carlismo (copyright: Enric Juliana), una opción política que suma la tinta de otras presidencias en una nueva y extraña mezcla con aromas de Tarradellas. Abandonada la hoja de ruta independentista, y con la segura mayoría de escaños secesionistas en el Parlament, el único interés que parece esconder la política catalana es qué hará el Molt Honorable 130. Ya hemos comentado sobradamente las opciones: volver a territorio español para ser detenido (y muy probablemente, encarcelado) e intentar provocar un cortocircuito en la democracia española, que suscite una intervención europea; quedarse en Bélgica sine die y delegar la presidencia en una figura provisional con quien se pase las tardes haciendo Skype o, cosa más radical todavía, bloquear el parlamentarismo catalán y provocar nuevos comicios ad nauseam hasta que España lo vuelva a aceptar como interlocutor.

El president (y su equipo de campaña) han conseguido un mérito tan incuestionable como inquietante: ahora la discusión ya no está en cómo hacer la independencia –si es que eso preocupa a alguien a estas alturas en Junts per Catalunya o en ERC–, sino en qué hará el president con el fin de preservar la Generalitat y su figura con el valor simbólico intacto. De momento, Puigdemont se ha puesto en el centro del futuro político del país y, cada día que pasa, su figura gana peso por encima de la hoja de ruta. Como la mayoría de conciudadanos, hoy por hoy no tengo ni idea de que hará nuestro 130, dando por sentado que eso de ir a prisión debe de ser algo que no le hace mucha ilusión. Pero él mismo sabe, porque lo ha vivido, que los presidents que optan por dar un paso al lado y delegar su poder en una figura aparentemente secundaria acostumbran a perder comba. Cuidado con la astucia, 130.