Aparte de otorgarte dotes de adivino, cuando alguien te pregunta: "¿Qué pasará el 1 de octubre?" asume con normalidad que la historia se explica en una suma de instantes trascendentales que caen como una losa en la rutina diaria y congelan la vida repentinamente, como la mueca de un sacristán cuando el cura se traga la eucaristía. Pero por fortuna ni la política ni la historia son como las novelas, que por muchos senderos que tengan siempre acaban, afortunadamente, con una señorita que se suicida o un soldado marchándose a las trincheras. De hecho, preguntar qué pasará el 1 de octubre implicaría entender qué ha sucedido en Catalunya desde el 9-N y cómo se las ingeniarán Puigdemont y Junqueras con el fin de superar la táctica de sus antecesores, según la cual la independencia es una cuestión que pasa por burlarse de la estrategia legalista de los españoles y movilizar cuanta más parroquia en la calle mejor.

Si alguna cosa demostró el 9-N es que el Estado no puede impedir una participación electoral masiva sin caer en formas de represión y violencia inauditas en la Europa civilizada. A la luz del 1-O, ahora ya podemos entender que Artur Mas parió una consulta ideada para complacer a todo el mundo: el soberanismo, al fin y al cabo, había cumplido el juramento de poner las urnas, el universo de los comuns podía reivindicarse como una garantía de cambio ante el inmovilismo de la derecha española y el PP, a su vez, podía ridiculizarla como una butifarrada sin garantías. Si Soraya y Colau mantienen este año exactamente la misma narrativa es porque esperan de nuevo una movilización que se salde en empate; es decir, con una participación vibrante y unas cuantas inhabilitaciones (la vicepresidenta española sabe por experiencia que las condenas a Mas y cía. no provocaron ninguna riada de indignación masiva).

El Estado no puede impedir una participación electoral masiva sin caer en formas de represión y violencia inauditas en la Europa civilizada

Con respecto al independentismo, nuestros diputados todavía presentan rémoras conductuales del pasado, como esta curiosa obsesión de jugar al gato y al ratón con el gobierno español, presentando leyes que son carne inmediata de impugnación. Pero la tozudez de Puigdemont y Junqueras de aplicar el resultado de las urnas, sean cuales sean las represalias de Rajoy, implica un cambio de rasante definitivo. Conscientes de que el referéndum es inevitable, tanto Colau como Artur Mas ya han empezado a hacer correr el rumor según el cual este sólo será válido si incluye a todo el mundo y, en el caso del Molt Honorable 129, si la participación es alta. Cuando Mas especula con una movilización escasa al referéndum, afirmando que una participación baja dejaría el tema soberanista (sic) aparcado una buena temporada, no sabemos del todo si expresa una advertencia o un deseo personal e intransferible.

Entre todo este guirigay de estrategias y politiquería, sigo pensando que el éxito del referéndum (de eso que los cursis de la tribu denominan la "capacidad de interpelar a la gente") dependerá de la claridad expositiva de sus convocantes y del riesgo honesto que asuman. Como he escrito más de una vez, el hecho más curioso de los meses previos al 1-O ha sido el auge de la participación del voto negativo a la independencia, una crecida paralela a la determinación de Puigdemont y Junqueras a hacerlo vinculante. Los ciudadanos, piensen lo que piensen, no quieren políticos astutos, sino líderes valientes que defiendan sus intereses, y votar no a un referéndum de autodeterminación es una opción por la cual los mandatarios catalanes también tienen que dejarse la piel. Si el referéndum es visto como una herramienta para salvar a la clase política de su miedo, la gente, comprensiblemente, se quedará en casa.

Después de un referéndum vinculante ni Rajoy podrá intentar urdir una ronda masiva de inhabilitaciones ni el soberanismo podrá vender muchas más motos

Si mantiene la determinación, el Govern verá rápidamente como el 1-O es sólo un primer paso en la autodeterminación de la tribu. De hecho, el mismo 1 de octubre no pasará nada (como dicen los españoles de pluma grácil; al día siguiente saldrá el sol), pero después de un referéndum vinculante ni Rajoy podrá intentar urdir una ronda masiva de inhabilitaciones ni el soberanismo podrá vender muchas más motos que no impliquen el control casi inmediato del territorio. Cuando me preguntan "qué pasará el 1 de octubre" siempre acostumbro a responder: una ganancia para Catalunya. Porque pase lo que pase, veremos la capacidad de hacer cumplir la palabra dada tanto a los líderes catalanes como a los mandatarios enemigos. Si nuestros diputados aguantan, les regalaremos la virtud del heroísmo: si fracasan en el intento o nos hacen tragarnos un nuevo 9-N, los enviaremos a la papelera de la historia sin ningún tipo de piedad.

Pasará, así pues, que habrá victoria o purga. Que no sea pues 'como siempre'.