Mientras Italia y Alemania pasarán la mayor parte de la Navidad casi en confinamiento total para evitar el riesgo de una tercera ola de la Covid-19, el gobierno de Vichy ha exigido a los catalanes una especie de gincana de confinamientos perimetrales, burbujas familiares que pueden desplazarse al Empordà y a la Cerdanya, y unas cuantas horas extra para salir de farra (nórdica) en Nochebuena y Fin de Año. Todo, con las limitaciones del sector de la restauración al horario de desayuno y comida, configura un curioso estado de excepción a partir del cual la Generalitat se ejercita en el arte en coaccionar a medias, restringiendo sin acabar de restringir, con el único objetivo de tener a los ciudadanos más fastidiados que temerosos, pero conservándoles el punto justo de aire vital como para dedicar unas horas a hacer las compras de Reyes y a visitar el restaurante predilecto para que su chef no caiga en la absoluta ruina.

El autoritarismo contemporáneo no se basa tanto en la arbitrariedad del poder y sus medidas y contramedidas delirantes, sino en cómo la población acepta de forma paulatina ser tratada como un instrumento de las carencias de una administración. Actualmente, la mayoría de conciudadanos han admitido resignadamente que si el Gobierno no restringe las fiestas ni cierra comercios o restaurantes es porque no tiene la suficiente capacidad económica como para asegurar la subsistencia con un plan de rescate. Se admite como natural, en definitiva, que sea mejor arriesgarse a una más que probable tercera ola (y el consecuentemente objetivo número de muertes, especialmente entre los colectivos más vulnerables, semanas antes de la llegada de la vacuna) con medidas que trampean inútilmente el poder del virus, que tragarse el orgullo del calendario y entonar el Santa Nit en primavera.

La revuelta queda tan lejos como el aire de libertad de aquel octubre glorioso al que habéis condenado a la nostalgia

La Generalitat, en definitiva, no sólo asume el rol de la administración de un país pobre sino que, como tal, parece no tener ningún problema traficando con la subsistencia (y escribo esta palabra, pero tendría que poner "vida") de los ciudadanos a quienes tendría que servir. Catalunya recuerda hace demasiados días a un país heredero de la decadencia y ruptura del imperio ruso, un país que agota las reservas de caviar mientras destruye la clase media y vuelve la espalda a su Chernobil particular: una residencia de Tremp, la Fiella, donde ya han muerto sesenta abuelos y diecisiete más tienen la plaga, y que tendría que ser evacuada cagando leches porque incluso el mármol de los lavabos debe de tener los pulmones a punto de colapsarse. Da igual si los datos epidemiológicos dicen que el virus sube, porque aquí, en el país del Titanic, lo importante es ir repitiendo la insufrible canción de La Marató a cada minuto.

No deja de tener gracia que, entre todo este panorama desolador, la última reunión de los parlamentarios catalanes haya sido una sesión con el objetivo de reclamar la amnistía para los presos políticos, una chapuza de propuesta que ha prometido llevar al Congreso una propuesta de ley el próximo 15 de marzo y que todas sus señorías saben que la cámara catalana no tiene ningún tipo de poder para legislar y que será tumbada por los partidos españoles con la parsimonia de siempre. Somos un país pobre, en definitiva, no sólo para que no hayamos podido asegurar la salud y la continuidad económica de nuestros comercios, sino porque hemos acabado la legislatura que nos tenía que llevar a la emancipación ("sólo nos faltan cien metros", decía satisfecho el presidente Torra) pidiendo limosna a España como uno de los homeless que vuelven a poblar esta triste y sórdida Barcelona que sólo supura miseria y tedio.

El Gobierno de Vichy se erigió tratando a los conciudadanos de insensibles y ahora, por si no hubiera sido suficiente, empieza la pérfida tarea de empobrecernos el alma. "Quizás lo cerraríamos todo si nos lo pudiéramos permitir", decía hace poco la consellera Budó, con aquel aire deprecatorio y lloroso que entinta sus espantosas intervenciones públicas. Ya es mala suerte, consellera, porque mira si nos habíamos llegado a permitir cosas absurdas, como el Plan E, el rescate bancario de entidades fraudulentas, las comisiones de la sociovergencia... y ahora también los sueldos que mis conciudadanos están a punto de aseguraros en unas nuevas elecciones, aunque vuestra desidia les esté robando la vida. Qué le vamos a hacer, el autoritarismo siempre es culpa de quien lo ejerce y de quien no se subleva. Y la revuelta queda tan lejos como el aire de libertad de aquel octubre glorioso al que habéis condenado a la nostalgia. Mala gente.