Dice Hegel que las épocas sólo se entienden cuando se encuentran en su ocaso y no seré yo quien lo contradiga. No sé si el Parlament vivió ayer la muerte del autonomismo, ni puedo vaticinar si la tribu será libre justo pasado mañana, pero sí que puedo notar que hemos llegado al fin de una forma de hacer política que ha configurado todos nuestros años de formación. Ayer la mayoría independentista aprobó a buen seguro su última regulación con tufo español y la llamo así no por desprecio a nuestros futuros antiguos compatriotas, sino porque la ley de Transitoriedad es un texto bastante prescindible, cuyo único mérito es asegurar trabajo y sueldo a los funcionarios del estado que han trabajado en Catalunya durante lustros: recepcionistas, jueces y profesores universitarios (lo dice el texto, ¡¡¡creedme!!!) conservarán su silla y tendrán la compra del súper asegurada. Sinceramente, no sé qué más quieren.

Todos los finales tienen sus personajes risibles y allí teníamos al pobre Coscubiela, afalsetando la voz casi como la virreina Soraya, en una pantomima risible de aquello que había sido un hijo del PSUC y que ahora se dedica a hablar como un abogado del estado. Eso de ayer fue como un segundo polvo innecesario después del gran orgasmo de la firma de la convocatoria del referéndum, la acción política más trascendental de este invento que, con mala analogía literaria, hemos denominado procés. De la maratoniana sesión me llamó especialmente la atención el speech de Alejandro Fernández (PP), quien advertía conmocionado a los diputados del 'sí' (entre los cuales decía tener incluso "amigos") de los peligros que afrontaban. Eso ha sido el régimen del 78: alguien que pretende aniquilarte mientras te declara amarte como tu mamá. Con amigos de esta categoría, quien necesite enemigos no está muy cuerdo.

Todo eso que hemos vivido estas últimas cuarenta y ocho horas es subsidiario de la determinación de Puigdemont, Junqueras y el govern de la Gene para mantener la palabra dada a los ciudadanos. Si ellos se acobardan, Arrimadas y los suyos tendrán razón. La lideresa del "no" tuvo una intervención gloriosa, pobrecita mía, en la que nos recordó repetidas veces que Santaco no es Ripoll, y tiene más razón que una santa, porque en el pueblo los indepes se convierten al unionismo en virtud de unas faldas y al extrarradio cada día hay más secesionistas que charlan español. El fin de un régimen tiene algo de risible, el ocaso de una época acostumbra a parecer un chiste. Como he dicho manta vez, el fin del procés sólo nos puede regalar cosas buenas: o cumplimos con la palabra todos juntos y aguantamos la represión con comportamiento o jubilaremos a toda una generación política, por incapaz.

El autonomismo se ha hecho muy largo, muy pesado, y nos ha hecho llegar tarde a las coctelerías. Si todo eso acaba bien, seremos conscientes de hasta qué punto hemos llegado a perder el tiempo inútilmente. Espero sinceramente que nuestros jóvenes puedan tener una madurez mejor que la nuestra y que no pasen el mejor tiempo de sus vidas teniendo que explicar por qué vivir en libertad es lo más normal del mundo. Qué suerte, que eso se acaba.